IDENTIDAD




Identidad...
¿Hay algo así llamado?
¿Qué es lo que la conforma?
¿Una historia, un registro,
o unos concisos datos de genética?

Yo no sé lo que nace,
tampoco lo que muere.
Si hay algo permanente
o si es la impermanencia 
         lo que me tiene atada
al flujo inagotable de la vida.



            
                               DOÑA ROSA

            -Dile a tu madre que te ponga sostén, que se te están separando los pechos y se te mueven mucho al andar.
            Es doña Rosa, la madre de mi mejor amiga del bachillerato. Dice esto mientras me palpa las tetas. Examina las dos pequeñas protuberancias como quien toca los tomates en la verdulería, por ver si están ya maduros para la ensalada. Y a mí me sube el calor a la cara y deseo estar fuera de su alcance. La odio con toda la pasión de mis doce años.
Ella tampoco me tiene simpatía. Asegura que soy “Antoñita la Fantástica”, aunque yo no me llame Antonia. Y en su voz hay un tono de desprecio cuando lo dice.
Su hija nunca ha sabido inventar cuentos.


EL UNICORNIO

            Me despierta la luz anaranjada del amanecer. Los dos soles, el rojo por el oeste y el dorado por el este, se elevan lentamente, coinciden en el centro del cielo y unen sus rayos para saludarme. Me levanto y sacudo mis crines. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? En mi mente no hay recuerdos anteriores, por eso supongo que una eternidad, pero mis músculos siguen fuertes y elásticos, como si mi existencia atravesase centurias y no conociera la muerte. Tengo sed y bajo despacio al río de miel. Antes galopaba de aquí para allá a través de los campos azules, teniendo cuidado de no aplastar las flores con mis pezuñas de plata. Algunas veces llegaba hasta las montañas blancas, donde los soles acarician la nieve con cuidado para no derretirla. Vivo en un sitio hermoso, donde hay alimento, no existen las luchas ni más estación que la primavera.
          
            Hace varias eras conocí a un ser llamado Mujer. Me dijo que en el lugar que ella había abandonado había lágrimas y muerte. Sabía llorar. Sí, era sorprendente: gotas de agua resbalaban por su rostro al recordar el sufrimiento de sus congéneres. Y también reía. El sonido que salía de su garganta era como la música que lanzan aquí las cascadas. Un repiqueteo de cascabeles. Luego desapareció y desde entonces languidezco. Soy único, irrepetible y bello, Mujer lo dijo, por eso el precio de mi belleza es la soledad. También dijo que yo era producto de su sueño, me dejó reposar la cabeza en su regazo y acarició con cariño mi único cuerno. Se marchó por la Puerta de Gaia que hay bajo el sol del oeste y me advirtió que no la siguiera porque, si lo hacía, tendría que morir para volver al paraíso. Así llamó a mi mundo: El paraíso.
           
              Hoy lo he decidido. Voy a ir tras Mujer. Quiero aprender a reír y llorar como ella.
           
        La Puerta de Gaia es una arcada grabada con seres fantásticos como yo: dragones, titanes, hidras, hadas, duendes y elfos. Seres míticos, que en otro tiempo existieron y que ahora solo son relieves coloreados. No se ve nada al otro lado y muy despacio atravieso el umbral. Lo último que veo al cruzarlo es que mi imagen se plasma en la piedra del arco, tallada por una mano invisible.  
           
           El sol de la mañana me despierta. Ella se acurruca en mis brazos. Huele a canela, a vida, a algo cálido y tonificante. "He soñado que era un unicornio", susurro en su oído. "Me alegro de que hayas cruzado la puerta", me contesta.     


LA ELECCIÓN

-¿Por qué me mira así?
-No toque ese texto. No puede cambiar el argumento de la obra.
Ella vuelve a consultar la sinopsis general y la descripción de su personaje y luego mira la larga fila de intérpretes que se dirige al escenario. Se enfrenta de nuevo al director:
-Entonces prefiero no actuar.
-Lleva mucho tiempo esperando.
-Tiempo es lo que me sobra.
Los actores se alejan. Cuando la puerta se cierre tras ellos, quizá tarde en aparecer otra oportunidad. Pero ella no va a entrar sin estar de acuerdo con la función que va a representar.
Sabe de sobra - por propia experiencia - que esta vez es imprescindible que elija su vida.





Tiernos ojos heridos por el hierro
de escarabajos ávidos de sangre.
Tiernos ojos, ahítos de terrores,
ahogada la inocencia por el miedo.

Preguntas sin respuesta en sus pupilas
dilatadas por rojos resplandores.
Para cada estallido un parpadeo,
un grito de dolor,
una imagen de muerte
detenida en el fondo de límpidas miradas.

Tiernos ojos de niños,
de niños de mil guerras,
soñando con volver al útero materno
para huir del demonio impenitente
del odio
y abandonar la negra compañía
de la sombría muerte.

Tiernos ojos que no idearon juegos,
ni siguieron el vuelo de una mosca,
ni contemplaron el cauce del arroyo.
Tiernos ojos resecos y asombrados,
que ni siquiera derramaron lágrimas
antes de ser cerrados por las bombas.

EL CINE ESPAÑOL

El cine español de los años 50 y 60 me devuelve a una época infantil, embellecida por el paso del tiempo. La primera imagen que me viene a la mente son aquellas tardes de los jueves, tarde de vacación escolar, en los que asistía a un cine del barrio con mi abuela. Vestida de negro de pies a cabeza, viudez permanente y desesperanzada de las mujeres de la época, cargaba con nietos y allegados, que ocupaban con su paciente cuidadora toda una fila de butacas. A partir de las tres o tres y media de la tarde veíamos una y otra vez las dos películas que ofrecía el programa, hasta que la abuela ordenaba la vuelta a casa que obedecíamos a regañadientes. De la mitad del cine para adelante – recomendaba la mujer al acomodarnos. Y aunque todavía éramos pequeños, sabíamos que la oscuridad de las últimas filas, las de los mancos, estaba reservada para los novios; sorprendente permisividad de la dictadura, que sin embargo vigilaba cualquier demostración amorosa en la calle. Lo más probable es que semejante condescendencia dependiese únicamente de los acomodadores del local. El pueblo siempre fue más tolerante que los prebostes del infortunado régimen.
“Bienvenido, mister Marshall”, “Maravillas”, “Los ladrones somos gente honrada”, “La fiel infantería”, “¿Dónde vas Alfonso XII?”, son películas que acuden al reclamo de mi memoria unidas al sabor del bocadillo de mortadela o a furtivos roces con la mano de Roberto – primo de mi mejor amiga, once años, pantalón corto, rizos oscuros, varios centímetros más bajo que yo, y ¡ay!, asombroso parecido a Robert Taylor, circunstancia que lo convirtió inmediatamente en mi primer amor. Reíamos con los diálogos de José Luis Ozores en “Recluta con niño”, o llorábamos con la muerte de Pablito Calvo en “Marcelino, pan y vino”. Las niñas copiábamos los cancanes de Conchita Velasco en “Las chicas de la Cruz Roja”, que crujían estrepitosos en la misa del domingo del colegio, almidonados por nuestras madres con cola de pescado. Y los chicos, no sé, supongo que soñarían con imitar el atractivo de Jorge Mistral o de Vicente Parra. En una España gris y a espaldas del mundo, aquellas tardes de los jueves eran una ventana abierta a la fantasía, al amor, a la música, a la libertad: el escape de una realidad mucho menos atrayente. Cierto es que muchas de las cintas mostraban sin pudor el ardor doctrinal y represivo de la dictadura, pero en muchas otras la voz del pueblo resonaba potente burlando la censura, o se filtraba entre líneas mostrando historias solidarias o dolientes, satíricas o divertidas.
En este momento en que los acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso y el día de ayer es pasado obsoleto a golpe de teletipo o de sucesos desafortunados de nuestros políticos, volver la vista atrás es un ejercicio imprescindible. Para no cometer errores o para aprender de los ya cometidos. Para entender el momento presente. Para eliminar las telarañas del olvido. En definitiva, para conocernos a nosotros mismos.



Anagrama para mi amado Cortazar








CORTARÉ RAYA AZUL



            Los bordes del libro estaban doblados y amarillentos y por sus márgenes desfilaban a lápiz diminutas palabras, como hormigas en busca de alimento. Del tipo de: “Cuando mi vida acabe, ¿acabará también ese algo que me vive?” En fin, pura mística. ¿Cuántas veces habría leído la novela? Le gustaba sentirse la Maga y hasta enamorarse algunos días de Oliveira. Elaboraba historias imposibles en su mente y las vertía luego en su diario como si fueran tan reales como la existencia. No, mucho más reales. Su existencia era evanescente como el sueño.
            “Cortaré el horizonte con mis manos, la raya azul que une el mar y el cielo. Y miraré allí dentro, bien adentro”.
            Era la última anotación del diario de Lena. La titulaba: Cortaré Raya Azul. Extraño título. Fecha: 12 de noviembre. El 13 de noviembre entró en el mar, se alejó caminando por entre las olas y no volvió nunca.
            Yo me llevé su libro de Rayuela. Al fin y al cabo, cuando lo presenté, yo mismo se lo había dedicado y a ella le habría gustado que lo guardase.