(De la novela "La Conjura de los Sabios") 




     

 Se revolvió en la cama ignorando la llamada del despertador que había sonado de forma intermitente durante varios minutos. Su cerebro luchaba por permanecer en aquel universo colorista de la Medina. Con los ojos inundados de luz y los sentidos arrebatados por la miscelánea de perfumes que desprendían los más variados ungüentos y especies del zoco, miraba a derecha e izquierda sin saber bien lo que buscaba. Los hombres, casi todos ellos tocados con turbantes de un blanco impecable, voceaban su mercancía, a veces reducida a unas tristes cabezas de ajo colocadas sobre una manta en el suelo, y otras a objetos de cerámica o a artísticos recipientes hechos en  cobre.
            Tenía que ver a alguien y no lograba recordar de quién se trataba. Pero sabía que esa persona le daría la respuesta que estaba buscando. Sobre una gran tela de brocado rojo unos hombres se enroscaban en postura fetal. No era posible ver sus rostros, escondidos entre las rodillas, pero sí sus túnicas blancas y sus puntiagudas babuchas doradas. Un anciano, sentado en un minúsculo taburete ante la sorprendente mercancía, proclamaba de vez en cuando con voz alta y clara:
            -¡Hombres, se venden hombres!
            -¿Por qué los vendes? - le preguntó extrañado.
            -Porque se niegan a nacer y el que los compre los obligará a entrar en la vida.
            El viejo levantó la cabeza hacia él y lo observó con unos ojos pequeños y  transparentes. Tenía una larga barba partida en dos, vestía una toga carmesí muy desgastada sobre una túnica blanca y un abultado turbante cubría sus cabellos.
            -¿Puede uno negarse a nacer? - las palabras del anciano le habían impresionado.
-Tú lo hiciste durante mucho tiempo, hijo mío. A veces la vida se anticipa como una oscura travesía y eso produce temor. Pero si todo conocimiento y ninguna ignorancia estuvieran en el hombre, éste se consumiría y dejaría de existir. Por eso la ignorancia puede ser deseable.
            -¿Quién eres, que hablas así?
            El viejo sonrió levemente sin contestar y sacó de entre sus ropas una joya de oro con una miniatura. Se la entregó y señaló un callejón que había frente a ellos. Casi en susurro, dijo:
-Sigue tu camino.
            Entró en la callejuela indicada, todavía aturdido por el encuentro, y comprobó que el camino se estrechaba y empinaba nada más comenzar a recorrerlo, cosa que no le había sido posible observar desde fuera. Con respiración fatigosa se apoyó en las paredes cada vez más próximas, luchando por llegar. A derecha e izquierda los muros que lo encerraban estaban húmedos, cubiertos de moho, y sus pies resbalaban sobre un piso lleno de charcos. Exhausto, a punto de abandonar la travesía, comprobó que el vericueto se abría a una ancha plazoleta con una brillante escalera al fondo. Era de mármol veteado en rosa y estaba compuesta por nueve peldaños. Corrió hacia allí y subió de dos en dos los escalones. Una mujer joven, vestida de parda estameña, lo esperaba arriba.
            -Al fin has llegado - dijo sonriente.
            Y él respiró tranquilo. En aquel libro ella guardaba las respuestas a todas sus preguntas.


INCONGRUENTE




Hace un sin fin de días
que yo ya no confío en la memoria.
Me devuelve momentos deformados
o me los embellece falsamente
con detalles que no vienen a cuento.

Ni siquiera es capaz mi retentiva
de ser fiel con mi imagen de otro tiempo,
con tal habilidad la desdibuja
que no me reconozco en el recuerdo.

En ocasiones me veo convertida
en maléfica hada
que muda en rana al príncipe,
y solo alguna vez,
de forma insólita,
me complazco en la fotografía
de una mujer auténtica.

He ido dejando atrás
a un ser caleidoscópico y diverso,
esparcido en fragmentos diminutos,
aislados, inconexos.

Soy como un personaje literario
ajeno a mi persona.
            Incongruente.







LA NOTICIA

El timbre del teléfono
rompió el silencio de una noche cualquiera.
Y su repiqueteo insistente y mecánico
tuvo el eco funesto de tragedias narradas
por augures de tiempos olvidados.

Y aquella alarma arrasó la existencia,
deshilvanó el calor en palpitantes lágrimas
y soterró en cámaras de hielo
mil abrazos de niña consentida
y guiños y festejos y algazaras.

El destino de un brinco
puso cabeza abajo la prudencia
con un impersonal comunicado
y un alarido resonó con furia
en las profundidades de algún mundo fantástico.

Se rompieron los mares,
zozobraron las islas
y se rasgó la bóveda celeste,
dejando al descubierto el fin del universo.

Acabó para siempre el orden lógico
que muestra el calendario,
surgiendo desde entonces
un antes y un después descoyuntados.
Se detuvieron todos los relojes
y la luna exhibió su cara oculta,
mohína y asombrada.

Y todo en un momento.
                                     Todo 
con la monotonía de un timbrazo.



sorprendentemente

                              A SAN JUAN DE LA CRUZ

(Entréme donde no supe/ y quedéme no sabiendo/ toda sciencia trascendiendo...)




Sorprendentemente
A ciegas
Entré donde entraste tú.
No había nadie, es verdad,
Pero el súbito relámpago de mil soles no creados,
La explicación sin razones,
El flujo de la existencia sin principio ni final,
Me hizo flotar cual ingrávida pavesa
Por la dicha de una mente
Que no conoce fronteras,
Por el amor del amigo que con los brazos abiertos
Coge tu leve equipaje,
Te cede un puesto en su mesa
Y te susurra palabras que jamás has escuchado
Para borrar tus recuerdos,
Diluir tu identidad,
Dar sentido al sinsentido,
Orden a la confusión,

Tu sangre en clímax gozoso
Se ha espesado en miel dorada
Y tú con él sólo Uno
Te resistes a volver.
Mas la vida te reclama,
Y aunque todo en derredor lance destellos de luz
Te sepulta,
Te desquicia,
Vuelve a colocar zapatos en tus alas
Y la oscuridad te cerca,
Ves al Amor alejarse en la cola de un cometa,
Pesa el cuerpo,
Duele el alma.
Y entre lágrimas de gozo,
Estremecida de asombro, inquieres ensimismada:
¿Pudo mi ego expandirse
y ser todo el universo?
¿Quién soy yo sin ti?
Ceguera.
¿Qué eres tú sin mí?
           Nostalgia.










 PARTÍCULA Y ONDA








Me tienen boquiabierta
las posibilidades de la física cuántica
y me hacen meditar en el albur insólito
en el que estoy inmersa.

¿Soy partícula y onda?


Si soy un universo conformado
por millones de átomos tangibles,
soy tierra y agua y aire,
soy llanto y carcajada
y nacimiento y vida
y muerte irrevocable al mismo tiempo.

Pero si además soy onda o parpadeo,
fantasía o proyecto,
capricho o afición
del inmortal mirón que me contempla
entonces su ojeada me convierte
en un fulgor eterno.  



Haruki Murakami



A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con la Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y que no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir cruzándola paso a paso. Y en su interior no hay sol, ni luna, ni dirección, a veces ni siquiera existe el tiempo. Allí sólo hay una arena blanca y fina, como polvo de huesos, danzando en lo alto del cielo. Imagínate una tormenta como ésta.




EVA

Yo vengo de muy lejos,
quizá por eso mismo
no reconozco el mundo en que me muevo.
Me queda algún recuerdo
de un jardín voluptuoso
y de un Adán apático
que pasaba los días a la sombra de un árbol.
Las estrellas eran huecos abiertos
y filtraban la luz del dramaturgo esquivo,
que editaba la vida.

Pero el aburrimiento me cercaba.

Era fácil salir del orbe placentero
que me daba cabida.
Bastaba con comer una simple manzana
que contenía un incompleto software
con prohibición implícita y letal amenaza.
Adán daba saltitos entre arbustos y riscos
sin plantear problemas a nuestro propietario.

Un fastidioso hastío me enervaba.

Compartí la manzana con mi tedioso amigo
que la engulló encantado,
aunque rápidamente me echara a mí la culpa:
calificó su error de involuntario.
Recuerdo vagamente a otra actriz del reparto.
Disfrazada de sierpe, reptaba a nuestros pies,
desgranaba promesas con su voz sibilante.
Nunca me convenció,
siempre me pareció sobreactuada.

Y aquí estoy, compañeros,
huyendo de funciones con trágicos finales.
Hoy cultivo el monólogo,
aunque el autor anónimo que me escribe los textos
no se muestre a mis ojos ni vise los contratos.