EL TIEMPO



El péndulo del tiempo cayó herido de muerte
y enmudecieron los altos campanarios.
Las aguas de los ríos contemplaron absortas
las orillas
y los copos de nieve quedaron detenidos
en el aire.

El sol no persiguió a la luna alrededor del mundo
porque olvidó cual era su camino,
la luz y las tinieblas faltaron a su cita
y los enamorados quedaron en suspenso
a la espera de un beso,
pues un te quiero enmudeció en sus labios.

No supieron despertar los durmientes
y los insomnes contemplaron un rebaño de ovejas.
El escritor suspendió su relato de un suicidio
con la protagonista colgada de un alfeizar,
y una nana calló en su nota más tierna.

La esperanza enojada reparó la hecatombe
y la luz y la sombras se alternaron de nuevo
y otra vez los pequeños jugaron con la nieve
y los besos volvieron a sellar juramentos.

Y a mi alma retornó la ilusión de encontrarte
aunque el momento ansiado esté fuera del tiempo.





EL ERROR DE ARQUÍMEDES




          La pequeña Masha, sumergida a media tarde en la bañera, con jabón y patitos de colores, desaloja una cantidad de agua por el suelo del cuarto de baño muy superior al volumen de su cuerpo pequeño.

Fernando León de Aranoa de su libro Aquí yacen dragones.
EL PRIMER MUNDO

            Llegamos a El Paso, Texas, de madrugada, después de múltiples escalas de avión y de comidas de plástico. Buscamos un lugar donde cenar algo y encontramos un pequeño local en donde apenas había clientes: algunos hombres en las mesas y cuatro o cinco mujeres diminutas y muy pintadas, todas mexicanas, en la barra. En el centro del establecimiento se alzaba una tarima bajo una iluminada esfera de pequeños cristales, que giraba sobre sí misma. Un camarero flaco y verdoso se acercó a nosotros. Nos miraba con desconfianza y a la petición de cenar nos contestó que solo podía servirnos bebida y quizá unos frutos secos. Consumimos resignadamente unos refrescos mientras una mujer delgada, de edad indefinida, se subía al estrado. Tenía una larga melena oscura y llevaba un sucinto top sobre unas mallas negras de látex, que marcaban los huesos de sus caderas y un trasero aplastado. El camarero manipuló una grabadora y la voz susurrante de Madonna comenzó a cantar Justify My Love. Los hombres de las mesas, hasta aquel momento bebedores concienzudos e indiferentes, se volvieron para mirar a la mujer que se contorsionaba al ritmo de las notas. La delgada estructura de su cuerpo se volvía ondulante y sinuosa como la de una serpiente, perdía ángulos y huecos y ofrecía la pelvis mientras se despojaba del top que arrojó a una de las mesas. Sus senos eran pequeños, con oscuros pezones, unos pechos impúberes. Los silenciosos espectadores rodearon la tarima, lanzando roncas exclamaciones. La bailarina, con una sonrisa crispada, empezó a despojarse de las mallas sin dejar de contonearse. Las agudas risitas de la chicas de la barra, pendientes también del espectáculo, llamaron mi atención y entonces me di cuenta. Eran niñas. Incluida la que bailaba, ninguna tendría más de doce años aunque ocultasen su puericia bajo el exagerado maquillaje y su escasa estatura con ayuda de unos altos tacones. Mis compañeros y yo abonamos nuestra consumición y huimos de aquel antro como si fuéramos los culpables del repulsivo espectáculo.
            Días después, alguien me contó que la policía estadounidense proporcionaba pases nocturnos a chiquillas mexicanas para que amenizaran las noches de aquellos degenerados. Por la mañana volvían a sus casas con unos pocos dólares, que permitían a su familia no morirse de hambre.
            Eran los años ochenta del siglo pasado y ésas las normas del primer mundo.


LO INADMISIBLE DEL MISTERIO





           Cuando Marie y Juan se conocieron ambos tenían catorce años. Eran primos hermanos, y él se enamoró de ella con todo el dramatismo de la adolescencia. Marie era menuda, con unos ojos almendrados y rasgos delicados que recordaban vagamente a una actriz que él adoraba: Audrey Hepburn. Además, ella venía de París, ciudad que en la década de los sesenta tenía para muchos españoles - no sólo para los jóvenes - el encanto de algo ansiado y desconocido: la libertad.
            
              Juan guardó secretamente una foto de su prima en un libro de poemas que leía a escondidas por la noche. Marie no tardó en echar en falta la foto y la madre de Juan, Dolores, dijo que se la había llevado Pepito, un vecino tímido y enfermizo que miraba a la francesita con ojos de cordero degollado. Ni corta ni perezosa, la madre de Juan acusó a Pepito del robo. De nada sirvieron las protestas de inocencia del susodicho ni de Valeria, su madre, pues todos estaban convencidos de que el culpable era el desmedrado adolescente del cuarto piso.

            Valeria, que practicaba el espiritismo y despertaba una malsana curiosidad entre el vecindario, se presentó un día en la casa de Dolores. "Callad, callad", susurró cuando le abrieron la puerta, "no digáis nada". Y con las manos extendidas, como si hubiera entrado en trance, se dirigió al dormitorio de Juan. Ante el asombro de todos, sacó el libro de poemas de debajo del colchón, lo abrió y agitó triunfante sobre su cabeza la foto de Marie. "Aquí está", exclamó, "Pepito no la había cogido". Nadie supo explicar el misterio y Juan calló su culpa. No podía revelar su amor imposible.

            Han pasado cuarenta años y aquella pasión adolescente no es más que un inocente recuerdo. En una animada fiesta familiar Juan cuenta entre risas el extraño suceso. Sigue sin poderse explicar cómo encontró la foto la vidente, pero desde luego Pepito no tuvo nada que ver porque fue él quien la robó. Hay un denso silencio. Todos parecen incómodos, se remueven, carraspean, rehuyen su mirada. A Juan le sorprende la reacción de los suyos. ¿Ha sido una confesión inoportuna? Y al fin, Dolores, anciana ya, salva el momento con una difícil sonrisa.

            -¿Alguien quiere postre? - exclama - Os he hecho un flan riquísimo.

         Y las risas y conversaciones se reanudan vehementes entre suspiros de alivio.  

              


EL METRO



Hay amores de diseño minúsculo,
inmersos en un simple parpadeo,
que apenas vislumbrados
se encierran en la caja del olvido.

Pero el olvido nunca es concluyente
y decides buscar por los andenes
el resplandor de una simple mirada
que por un titubeo se extravió
entre los bancos del metropolitano.

Y te preguntas de qué sirve el tropiezo,
en medio de un vagón abarrotado,
de esos ojos erráticos que aciertan
a hundirse en tus pupilas
por un segundo que parece eterno.

Y se aleja el destino por las vías,
negando desatento
la esperanza de futuros encuentros,
y se quedan flotando a lo largo del túnel
un aroma de acasos y quién sabe.

Es un destino torpe, chapucero,
el que a veces enciende la esperanza.
Un azar pluriempleado
que atiende a mini jobs sin completarlos
y que ha bajado al metro
para llegar más rápido al siguiente trabajo.





FISTERRA


            Corre el año 1997. Ha sido un viaje duro, iniciático. Nada más salir en Jaca, escucha por la radio del coche que ha muerto Lady Di. Ella nada tiene que ver con las monarquías y mucho menos con la británica, pero hay tantas similitudes, tan trágicas coincidencias con su propia experiencia que debe apagar la radio y ni siquiera enciende la televisión de los hoteles en los que pernocta porque la noticia del accidente lo ocupa todo.


            Ha decidido llegar hasta Finisterre. Para ella es el final del Camino de Santiago, el itinerario del sol hasta su ocaso. Seguramente lo que busca es entender por qué algunos seres que se inician en la vida tienen que terminar tan pronto. De forma tan dramática.

            
                 Cuando llega a Fisterra, se aloja en un hotel en el que el olor a col inunda la recepción, los salones, las escaleras. Qué más da, piensa, solo va estar una noche pues debe regresar a Madrid. Deja el equipaje en una habitación impersonal, algo triste, a juego con su estado de ánimo, y se dirige al faro: la parte más occidental del pueblo. Contempló una vez el atardecer desde allá arriba y no ha olvidado el espectáculo. Cuando el sol se hunde en el mar, tiñe el agua de rojo como si se desangrara al morir. Pero tampoco en esto tiene suerte porque las nubes han cubierto el cielo y la magnífica ceremonia no se produce.


            Vuelve, pues, al hotel y ahí sí le espera una caricia. Nada más entrar en la habitación, un aroma a rosas lo inunda todo. ¿Habrán echado ambientador para ocultar el olor a col? Es posible, pero cuando se despierta por la mañana el mismo perfume le da los buenos días, penetrante, amoroso.


            No es posible desayunar, quizá es demasiado temprano o las sábanas se les han pegado a los propietarios del hotel porque no encuentra un alma. Así que decide dar una vuelta por el muelle, al oriente del pueblo, donde los pescadores repasan sus redes. Se sienta en un poyete de piedra frente al mar. Hay un silencio solemne y, sobre el agua, nubes deshilachadas van tiñéndose de rosa, de salmón, de dorado. Borran con mimo los añiles y los índigos de la noche para anunciar la llegada del astro rey, 

            La mente está en calma, vacía, solo atenta a la magnífica visión de un amanecer que nunca será igual, que es el primero y el último. Y ella, la única espectadora del milagro. Un revoloteo violento y cercano la sorprende, pero sigue inmóvil. Ve de reojo a una gaviota que se posa a su lado, muy cerca, casi roza su cuerpo. Y durante unos minutos la mujer y el pájaro presencian con actitud reverente el espectáculo. ¡Qué digo, minutos! Es un presente imperecedero, la urdimbre con la que se teje la eternidad. 

               Cuando el sol se levanta triunfante sobre el mar, la gaviota emprende el vuelo y ella vuelve despacio a su hotel. 

                 Buscaba la muerte y ha presenciado el nacimiento.


 
            
                





EL HORIZONTE


Contemplo en derredor el horizonte
con su confusa línea de linfas en azules.
Abajo el mar añil,
arriba un cielo ignoto de agónico cobalto.

Me engañan y reclaman a su vértice
lindas ondinas con cola de pescado.
Sal del mundo ilusorio, canturrean,
abandona esa cárcel.

Y yo obedezco
e intento caminar sobre olas palpitantes.
Mas no soy el Mesías
y esta agua está muy lejos del mar de Galilea.
Y me sumerjo
y asfixio
y abandono
para no amodorrarme,
encima de algún buque naufragado,
ni para platicar con algún leviatán
que me interrumpa el paso.
Nunca me interesaron
los monstruos legendarios.

Así que me resigno a seguir encerrada
en la geografía de oscuros pasadizos,
en playas y arenales
y en cementerios huecos sin huéspedes ni cruces,
sin ángeles ni sangre.

Inmersa día a día en el blindaje
de una jaula virtual e inexpugnable.



NIÑA DE LUNA




Niña de luna triste,
me duele tu dolor de infancia vieja,
tejida en la profundidad
de algún vientre famélico
que te olvidó al parirte.
Me duelen las arrugas de tu alma,
forjadas en un lecho de abandono,
y tus amaneceres desvelados
a la espera de caricias ausentes.

Niña de luna adversa,
me duelen tus huidas espantadas
de amenazantes sátiros
y tus inevitables raterías
para ahogar los bramidos del hambre.
Y me duele la atroz indiferencia
que camina a tu espalda
y carga lastre en tus zapatos rotos.

Niña de luna amarga,
mapa recién nacido de tristezas,
eres denuncia viva de la abyecta injusticia
urdida en mil intrigas palaciegas.
Horadas con tus ojos la cáscara del orden
y golpeas conciencias con el ritmo monótono
de la vibrante fuerza que transporta la vida.





GARCÍA LORCA 
(Poeta en Nueva York)


Cuando se hundieron las formas puras
bajo el cri cri de las margaritas,
comprendí que me habían asesinado.
Recorrieron los cafés y los cementerios y las iglesias,
abrieron los toneles y los armarios,
destrozaron tres esqueletos para arrancar sus dientes de oro.
Ya no me encontraron.
¿No me encontraron?
No. No me encontraron.
Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba,
y que el mar recordó ¡de pronto!
los nombres de todos sus ahogados. 


EL SECRETO

Hay secretos antiguos
que el silencio termina corrompiendo,
adquieren el hedor a carne muerta
en la despensa oscura de la mente.

Si el secreto es ajeno
abrasa su existencia entre los labios,
arde en cada recodo de los días
y se arranca uno a uno los ropajes
que cubren su misterio.

Y si el secreto es propio
va creciendo a lo largo de los años
y ocupa cada fibra de tu alma.
Te acalla y te anquilosa,
te aísla y te desarma,
se yergue cual gigante ante tu casa,
y adusto centinela no deja entrar a nadie.

Hay secretos culpables
y secretos vacíos y cargantes,
secretos heredados y decrépitos,
y los hay fascinantes
que iluminan desiertas madrugadas.

Mas decidme, ¿quién puede asegurar
que no esconde un secreto,
igual que el jugador aventajado
guarda un as en su manga?







Fragmento de "El Can Descabezado", incluido en CUENTOS DEL OTRO LADO

“La vejez ha llegado. Sé que el tiempo se acaba y aún la espero.”
“Ayer me pareció verla junto al pozo. En la noche. Pero la vista me engaña tantas veces… Ernesto Montes deambula por el jardín algunas madrugadas. Me hace señas amenazantes. A veces se pasa un dedo por el cuello, indicándome que acabará conmigo como hizo con Cerbero. Pero ya no puede nada contra mí porque hace tiempo que superé el miedo. Su pobre espectro sólo me inspira compasión. Aún no logro comprender por qué le di la muerte. ¿Qué pasó por mi cabeza que me convirtió en una bestia, en un ser similar a aquéllos a los que siempre había odiado? A veces he pensado en salir al jardín y explicárselo a Montes. Pedirle que me perdone, decirle que descanse, que es el rencor lo que le impide dejar este mundo. Pero me temo que su imagen se desharía como el humo entre mis manos si pretendiera abrazarlo. Como la de mi hijo. También a él le veo corretear alrededor de la casa con Cerbero. Comparto ya los días que me quedan con mis fantasmas.”
“Y ella no llega.”
“Hoy me han despertado unos golpes en la puerta. No había amanecido aún, pero mi corazón, tan cansado ya, ha saltado en mi pecho. He corrido a abrir como si mis piernas volvieran a los años mozos.”
“¡Sí! ¡Era ella! Paréceme que al verla he vuelto a respirar. ¡Era ella! El tiempo ni siquiera la ha rozado. ¿Cómo es eso posible? Su figura es la misma, el verde de sus ojos el de entonces, igual que su piel tersa. Viste una túnica blanca, me sonríe amorosa y me enseña una fotografía. Soy yo, despeinado, todavía vigoroso, el día de nuestro encuentro.”
-“Guardé tu imagen – dice -. ¿Me  has olvidado?”
-“Imposible – respondo –. He vivido por ti todos estos años. Para volver a verte.”
“Hacemos el amor todo el día. ¿Hacemos el amor? ¡Qué humildes, qué imprecisas resultan las palabras! Hundirse en ella es sumergirse en el color del cielo, en la música de las esferas, es un vagar ingrávido por los espacios siderales. Y Moira me devuelve el vigor, la juventud, todo eso que creí definitivamente perdido. Por la noche anoto estas sensaciones en el cuaderno.”
-“No escribas más – dice ella –. Vuelve a amarme.”
“Y yo lo dejo todo.”

(De la novela "La Conjura de los Sabios") 




     

 Se revolvió en la cama ignorando la llamada del despertador que había sonado de forma intermitente durante varios minutos. Su cerebro luchaba por permanecer en aquel universo colorista de la Medina. Con los ojos inundados de luz y los sentidos arrebatados por la miscelánea de perfumes que desprendían los más variados ungüentos y especies del zoco, miraba a derecha e izquierda sin saber bien lo que buscaba. Los hombres, casi todos ellos tocados con turbantes de un blanco impecable, voceaban su mercancía, a veces reducida a unas tristes cabezas de ajo colocadas sobre una manta en el suelo, y otras a objetos de cerámica o a artísticos recipientes hechos en  cobre.
            Tenía que ver a alguien y no lograba recordar de quién se trataba. Pero sabía que esa persona le daría la respuesta que estaba buscando. Sobre una gran tela de brocado rojo unos hombres se enroscaban en postura fetal. No era posible ver sus rostros, escondidos entre las rodillas, pero sí sus túnicas blancas y sus puntiagudas babuchas doradas. Un anciano, sentado en un minúsculo taburete ante la sorprendente mercancía, proclamaba de vez en cuando con voz alta y clara:
            -¡Hombres, se venden hombres!
            -¿Por qué los vendes? - le preguntó extrañado.
            -Porque se niegan a nacer y el que los compre los obligará a entrar en la vida.
            El viejo levantó la cabeza hacia él y lo observó con unos ojos pequeños y  transparentes. Tenía una larga barba partida en dos, vestía una toga carmesí muy desgastada sobre una túnica blanca y un abultado turbante cubría sus cabellos.
            -¿Puede uno negarse a nacer? - las palabras del anciano le habían impresionado.
-Tú lo hiciste durante mucho tiempo, hijo mío. A veces la vida se anticipa como una oscura travesía y eso produce temor. Pero si todo conocimiento y ninguna ignorancia estuvieran en el hombre, éste se consumiría y dejaría de existir. Por eso la ignorancia puede ser deseable.
            -¿Quién eres, que hablas así?
            El viejo sonrió levemente sin contestar y sacó de entre sus ropas una joya de oro con una miniatura. Se la entregó y señaló un callejón que había frente a ellos. Casi en susurro, dijo:
-Sigue tu camino.
            Entró en la callejuela indicada, todavía aturdido por el encuentro, y comprobó que el camino se estrechaba y empinaba nada más comenzar a recorrerlo, cosa que no le había sido posible observar desde fuera. Con respiración fatigosa se apoyó en las paredes cada vez más próximas, luchando por llegar. A derecha e izquierda los muros que lo encerraban estaban húmedos, cubiertos de moho, y sus pies resbalaban sobre un piso lleno de charcos. Exhausto, a punto de abandonar la travesía, comprobó que el vericueto se abría a una ancha plazoleta con una brillante escalera al fondo. Era de mármol veteado en rosa y estaba compuesta por nueve peldaños. Corrió hacia allí y subió de dos en dos los escalones. Una mujer joven, vestida de parda estameña, lo esperaba arriba.
            -Al fin has llegado - dijo sonriente.
            Y él respiró tranquilo. En aquel libro ella guardaba las respuestas a todas sus preguntas.


INCONGRUENTE




Hace un sin fin de días
que yo ya no confío en la memoria.
Me devuelve momentos deformados
o me los embellece falsamente
con detalles que no vienen a cuento.

Ni siquiera es capaz mi retentiva
de ser fiel con mi imagen de otro tiempo,
con tal habilidad la desdibuja
que no me reconozco en el recuerdo.

En ocasiones me veo convertida
en maléfica hada
que muda en rana al príncipe,
y solo alguna vez,
de forma insólita,
me complazco en la fotografía
de una mujer auténtica.

He ido dejando atrás
a un ser caleidoscópico y diverso,
esparcido en fragmentos diminutos,
aislados, inconexos.

Soy como un personaje literario
ajeno a mi persona.
            Incongruente.