Un cuento de O.Henry, que habla de la similitud que existe entre el sueño y la muerte.


El sueño


[Cuento. Texto completo]

O. Henry
La psicología vacila cuando intenta explicar las aventuras de nuestro mayor inmaterial en sus andanzas por la región del sueño, "gemelo de la muerte". Este relato no quiere ser explicativo: se limitará a registrar el sueño de Murray. Una de las fases más enigmáticas de esa vigilia del sueño, es que acontecimientos que parecen abarcar meses o años, ocurren en minutos o instantes.
Murray aguardaba en su celda de condenado a muerte. Un foco eléctrico en el cielo raso del comedor iluminaba su mesa. En una hoja de papel blanco una hormiga corría de un lado a otro y Murray le bloqueaba el camino con un sobre. La electrocutación tendría lugar a las nueve de la noche. Murray sonrió ante la agitación del más sabio de los insectos.
En el pabellón había siete condenados a muerte. Desde que estaba ahí, tres habían sido conducidos: uno, enloquecido y peleando como un lobo en una trampa; otro, no menos loco, ofrendando al cielo una hipócrita devoción; el tercero, un cobarde, se desmayó y tuvieron que amarrarlo a una tabla. Se preguntó cómo responderían por él su corazón, sus piernas y su cara; porque ésta era su noche. Pensó que ya casi serían las nueve.
Del otro lado del corredor, en la celda de enfrente, estaba encerrado Carpani, el siciliano que había matado a su novia y a los dos agentes que fueron a arrestarlo. Muchas veces, de celda a celda, habían jugado a las damas, gritando cada uno la jugada a su contrincante invisible.
La gran voz retumbante, de indestructible calidad musical, llamó:
-Y, señor Murray, ¿cómo se siente? ¿Bien?
-Muy bien, Carpani -dijo Murray serenamente, dejando que la hormiga se posara en el sobre y depositándola con suavidad en el piso de piedra.
-Así me gusta, señor Murray. Hombres como nosotros tenemos que saber morir como hombres. La semana que viene es mi turno. Así me gusta. Recuerde, señor Murray, yo gané el último partido de damas. Quizás volvamos a jugar otra vez.
La estoica broma de Carpani, seguida por una carcajada ensordecedora, más bien alentó a Murray; es verdad que a Carpani le quedaba todavía una semana de vida.
Los encarcelados oyeron el ruido seco de los cerrojos al abrirse la puerta en el extremo del corredor. Tres hombres avanzaron hasta la celda de Murray y la abrieron. Dos eran guardias; el otro era Frank -no, eso era antes- ahora se llamaba el reverendo Francisco Winston, amigo y vecino de sus años de miseria.
-Logré que me dejaran reemplazar al capellán de la cárcel -dijo, al estrechar la mano de Murray.
En la mano izquierda tenía una pequeña biblia entreabierta.
Murray sonrió levemente y arregló unos libros y una lapicera en la mesa. Hubiera querido hablar, pero no sabía qué decir. Los presos llamaban la Calle del Limbo a este pabellón de veintitrés metros de longitud y nueve de ancho. El guardia habitual de la Calle del Limbo, un hombre inmenso, rudo y bondadoso, sacó del bolsillo un porrón de whisky, y se lo ofreció a Murray diciendo:
-Es costumbre, usted sabe. Todos lo toman para darse ánimo. No hay peligro de que se envicien.
Murray bebió profundamente.
-Así me gusta -dijo el guardia-. Un buen calmante y todo saldrá bien.
Salieron al corredor y los siete condenados lo supieron. La Calle del Limbo es un mundo fuera del mundo y si le falta alguno de los sentidos, lo reemplaza con otro. Todos los condenados sabían que eran casi las nueve, y que Murray iría a su silla a las nueve. Hay también, en las muchas calles del Limbo, una jerarquía del crimen. El hombre que mata abiertamente, en la pasión de la pelea, menosprecia a la rata humana, a la araña y a la serpiente. Por eso sólo tres saludaron abiertamente a Murray cuando se alejó por el corredor, entre los guardias: Carpani y Marvin, que al intentar una evasión habían matado a un guardia, y Bassett, el ladrón que tuvo que matar porque un inspector, en un tren, no quiso levantar las manos. Los otros cuatro guardaban humilde silencio.
Murray se maravillaba de su propia serenidad y casi indiferencia. En el cuarto de las ejecuciones había unos veinte hombres, entre empleados de la cárcel, periodistas y curiosos que...

Nota del Editor


Aquí, en medio de una frase, "El sueño" quedó interrumpido por la muerte del autor O. Henry. Se conoce, sin embargo, el final:
Murray, acusado y convicto del asesinato de su esposa, enfrentaba su destino con inexplicable serenidad. Lo conducen a la silla eléctrica, lo atan. De pronto, la cámara, los espectadores, los preparativos de la ejecución, le parecen irreales. Piensa que es víctima de un error espantoso. ¿Por qué lo han sujetado a esa silla? ¿Qué ha hecho? ¿Qué crimen ha cometido? Se despierta: a su lado están su mujer y su hijo. Comprende que el asesinato, el proceso, la sentencia de muerte, la silla eléctrica, son parte de un sueño. Aún trémulo, besa en la frente a su mujer. En ese momento, lo electrocutan.
La ejecución interrumpe el sueño de Murray.
EXTRAVÍOS



Sobrevoló desiertos y sabanas
tratando de encontrarle.
Se extravió en su nombre y no localizó
el camino de vuelta a su biografía.
Se extrañó de sí misma y de su suerte
colgada en el abismo de sus labios.
Y vio que sus pupilas no la reflejaban
y tuvo miedo de ser un fantasma.

Tiritaba en sus letras
y se abrigó con antiguos cobertores de besos,
que aun llenos de polilla,
todavía guardaban
un aroma lejano a hierba seca,
aquella hierba que vistió sus cuerpos.

La acogió hospitalaria una vocal
que años atrás había participado
en frívolos romances de tenorio,
más también en sonrisas y ayudas solidarias.

Y se quedó a vivir en medio de su nombre,
sin saber regresar al mundo que habitaba.
Además, ¿cómo hacerlo?
En el errante vuelo por buscarle
eran muñones calcinados sus alas.



PATERAS



Naufragan las pateras en mares displicentes
cargadas de mil almas olvidadas.
Hambre, miseria y miedo
se arrojan por la borda
ante la indiferencia
de los que intentan poner puertas al aire.

Animales acuáticos se nutren
de ilusiones y sueños descompuestos,
de esperanzas futuras,
de planes malogrados
y de un sin fin de finales utópicos,
que son perjudiciales para cualquier sirena.

Mas hay humanos ciegos que no ven nada de eso.
En su cómodo Matrix
andan encandilados con pantallas de plasma,
con artefactos móviles,
productos desechables
y enigmáticas cuentas de intereses bancarios.

Y el mar sigue entre tanto vomitando,
en un mundo concreto y específico,
escombros y despojos de otras tierras
huérfanas y esquilmadas
por los mismos que enumeran los mundos,
que levantan murallas de inclemencia
y engendran Lampedusas
con hábitos mezquinos y asesinos.





FRAGMENTO DE "CHAMA"
(CUENTOS DEL OTRO LADO)
Chama, refugiada en su precaria vivienda, acostó a sus hijos y preparó la cena de Nakuk. Luego lió un fardo con comida y algunos enseres y lo escondió entre unos arbustos. Llenó un cuenco con agua y echó dentro el contenido de una bolsa que llevaba oculta entre los pechos. Eran unas hierbas y hongos que había recogido cuando oyeron hablar por primera vez de la llegada de los hombres blancos. Conocía bien las propiedades de aquella mezcla que les habría evitado a los suyos caer vivos en manos de los invasores. Ahora el veneno tendría un único destinatario. Agitó bien el cocimiento y lo puso ante el plato de Nakuk en el momento en que éste entraba en la gruta.
- No voy a comer nada - dijo él, dirigiéndose a donde dormían los niños.
Chama le miró muy seria. Luchaba por contener el temblor de sus manos y el corazón saltaba en su pecho tan violentamente que temía que Nakuk pudiese oír sus latidos. Lo veía inclinarse sobre Xacnite y por un momento le pareció que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
-¿No tienes sed? - le preguntó Chama con una voz que le llegó de muy lejos. Ajena, desconocida.
Él se volvió. La mujer le ofrecía suplicante el cuenco y sintió compasión de aquella pobre madre desesperada. Tomó la escudilla que ella le tendía, reteniendo sus manos un instante, y luego bebió hasta la última gota del líquido. De pronto se llevó la mano al pecho, la miró y un gesto de asombro se dibujó en sus ojos desorbitados.
-¿Qué has...? - balbuceó Nakuk, pero no pudo terminar la frase. Retorciéndose en el suelo como un animal herido, lanzaba gemidos que subían gradualmente de intensidad.
Chama, pegada a la pared, lo contemplaba con horror. ¿Y si alguien le oía? ¿Y si descubrían su crimen, aún antes de que fuera consumado? Lo vio arrastrarse por el suelo. Intentaba aferrarse a ella, que se retiró al último rincón de la cueva. Sus manos arañaban la tierra y su rostro fue adquiriendo una palidez cadavérica. Abierta la boca, mostraba una lengua hinchada y ennegrecida. No logró alcanzarla. En un último estertor quedó enroscado sobre sí mismo, como si hubiera vuelto al mismísimo vientre materno. 
DESPEDIDA





Te fuiste tan deprisa

que no me dio ni tiempo de decirte un adiós.
Ni tiempo de besarte,
ni tiempo de entregarte un pequeño recuerdo
para reconocerte,
para poder hallarte entre los que se fueron
y perdieron su rostro,
para recuperarte
para desanudarte la pesada mordaza
que supone el olvido,
y volver a tenerte
y volver a estrecharte,
volver a hablar contigo con los ojos del alma
sin precisar palabras.


Te fuiste tan deprisa
que parece mentira que ya no estés aquí,
que no estés escondida en un simple destello,
disfrazada de encina
u oculta entre la niebla del nuevo amanecer,
desmigada en las cosas,
disuelta en los sonidos,
brillando en la pupila de algún niño
o en el pujante brote de los bulbos en flor.

Te fuiste tan deprisa,
tan rauda fue tu huida,
que empiezo a sospechar 
que fingiste tu marcha para poder quedarte,
para así entronizarte,
para perpetuarte viva en nuestro interior.

LA VIEJA DEL FARO





               Volvía cada día al faro sin recordar ya su vida anterior. ¿Hubo otra vida o había visto por primera vez la luz frente a aquel mar que la reflejaba como un espejo? Le gustaba volar hacia la confusa línea del horizonte, difuminada en dos tonos de azul. Pero esto era con su imaginación porque el horizonte era algo que se alejaba siempre, aun permaneciendo inmóvil en el espacio. Sólo su mente la permitía acercarse a aquel punto de fuga. Su cuerpo estaba demasiado cansado y no disponía ni de una miserable barca. Y sin embargo era capaz de sobrevolar las olas como el más moderno de los yates, superando la velocidad de la luz.

            Aquella mañana voló como siempre a caballo de las blancas crestas de espuma, patinando sobre el agua plateada. Intentaba recordar algo de su vida: quién era, cómo se llamaba, si había algún afecto que la uniera a la existencia. Pero alguien había pasado un borrador sobre el encerado de sus recuerdos y no lo consiguió. De pronto notó algo distinto, una luminosidad perfecta que la envolvía más allá del tiempo y del espacio. Se hundió en una paleta de azules, flotando en el celeste, en el índigo o en el cobalto del mar, acercándose al fin a aquella línea de unión. ¿La entrada misteriosa a otro universo? No había imaginado que fuera posible jugar al escondite con las gaviotas, ni que pudieran acariciarte peces de mil colores. Disolverse en la luz era una gozosa sensación. Ya no era la vieja del Faro. Era la ingravidez: sístole y diástole de todo lo creado. Era el amor. Su sangre, transmutada en energía luminosa, daba impulso a los planetas y los hacía girar. Y la vida y la muerte se confundían, se alternaban sin principio ni fin. Convertida en un presente sin secuencia, cobró sentido por fin la eternidad.

Muy cerca, en un mugriento transistor, Machín cantaba “Dos gardenias” y un hombre descargaba de una furgoneta unas cajas de botellas. Ruidos vacíos de significado. Ruidos lejanos, amortiguados por la distancia que hay entre lo cotidiano y lo eterno.  El móvil, su móvil, le mandaba mensajes de algún espacio raquítico y sin importancia. Sabía que en alguna parte seguían reclamando su presencia, pero si puedes elegir, ¿vas a abandonar el Palacio para volver a la caverna?

            Por la tarde, con el sol escondiéndose a su espalda tras las montañas, alguien dio la voz de alarma:

            -¡Llamen a un médico!

            Inútil petición. La vieja del Faro había muerto.




El camino más largo


La escuela de la señorita Felisa estaba en el interior de un piso lóbrego, situado en un edificio vecinal de dos plantas. La escalera estrecha y oscura, con pasamanos de hierro, lucía casi con orgullo los desconchones y las manchas de sus paredes, que nadie había pintado en muchos años. No me gustaba el sitio y me asustaba la profesora, pequeña y malhumorada, perennemente vestida de negro, con los cabellos blancos y ralos, anudados en la nuca en un descuidado moño. Yo no había cumplido los cuatro años y era incapaz de hacer los palotes que me ordenaba como única y tediosa tarea. Interminables planas de rayitas, que empezaban más o menos rectas y se iban torciendo como resultado de mi torpeza, desgana o aburrimiento, vaya usted a saber.

La señorita Felisa contemplaba horrorizada los garabatos, los tachones o mis intentos de borrar con saliva, que sólo conseguían agujerear el papel. Mostraba mi sucio cuaderno a la clase y golpeaba mi mano con una regla de madera, que más que dolor físico me infligía una humillación difícil de superar. Todos eran mayores que yo y dominaban el envidiable arte de la línea recta, y las ahogadas risitas que me dedicaban me hacían desear algún terrible cataclismo que los borrara del mundo, acompañados por aquella viejuca malhumorada. Era la única solución que se me ocurría para liberarme de su presencia y de la odiosa labor de los palotes.

A mi lado se sentaba una niña, Marta, un par de años mayor que yo. Era la única que se dignaba a dirigirme la palabra. Trataba de animarme cuando me veía a punto de llorar por la impotencia y me aseguraba, cargada de experiencia, que aprendería a hacer los palotes y hasta a escribir. Su familia tenía una carnicería, con casa en la trastienda, en una calle cercana a la escuela. Mi padre y yo recogíamos a mi amiga de camino al colegio y las dos compartíamos bromas y confidencias, cosa imposible en clase bajo la vigilancia de la señorita Felisa. Pero aquello no duró mucho porque un día mi padre decidió cambiar el recorrido, arguyendo que tenía prisa, y cogió un atajo para dejarme en el portal de la escuela, poniendo así fin a los inocentes juegos con mi amiga. 

A partir de entonces no volvimos a recoger a Marta y yo elaboré un arriesgado plan. Una mañana, subí como siempre el primer tramo de escalera, me volví para despedirme de mi padre y desaparecí de su vista en el recodo. Allí me detuve y esperé con el corazón palpitante de angustia, agazapada en los peldaños. Después de unos minutos, que me parecieron eternos, volví a ponerme en pie y con mucho cuidado me asomé para mirar el portal. Estaba desierto. Más tranquila, bajé sigilosamente y salí con mil precauciones a la calle. No se veía a nadie. El corazón saltaba como un loco en mi pecho, pero esta vez de alegría. Respiré a pleno pulmón el aire fresco de la mañana y emprendí el camino hacia la carnicería de mi amiga. 

Mis días cambiaron. Cada mañana mi padre me dejaba en el portal y cada mañana yo emprendía el "camino más largo" en busca de Marta, tras esperar a que él desapareciese. Día a día me hacía más arriesgada y una mañana repetí, ya de forma rutinaria, mi conato de subir la escalera, esperé unos segundos y salí a la calle sin mirar previamente. Balanceando mi pequeño cabás, me dirigí a la carnicería de mi amiga sin sospechar siquiera que mi padre me contemplaba boquiabierto desde la otra acera. Apenas caminé unos metros, cuando él surgió ante mí con todo el empaque de un juez implacable. 

-¿Adónde vas? - preguntó con una voz de trueno. 

Balbuceé algo sobre el “camino más largo”, sobre mi amiga, disculpas y lamentaciones inconexas que sabía destinadas al fracaso. Él me tomó de la mano, ignorando mis lágrimas, me llevó a rastras hasta mi casa y me hizo acostar con las persianas bajadas y la luz apagada para el resto del día. Era el castigo habitual para las faltas importantes. 

A partir de entonces encontrar el “camino más corto” se convirtió en la primera regla de mi vida. 

No creo haberlo conseguido.





EL TIEMPO



El péndulo del tiempo cayó herido de muerte
y enmudecieron los altos campanarios.
Las aguas de los ríos contemplaron absortas
las orillas
y los copos de nieve quedaron detenidos
en el aire.

El sol no persiguió a la luna alrededor del mundo
porque olvidó cual era su camino,
la luz y las tinieblas faltaron a su cita
y los enamorados quedaron en suspenso
a la espera de un beso,
pues un te quiero enmudeció en sus labios.

No supieron despertar los durmientes
y los insomnes contemplaron un rebaño de ovejas.
El escritor suspendió su relato de un suicidio
con la protagonista colgada de un alfeizar,
y una nana calló en su nota más tierna.

La esperanza enojada reparó la hecatombe
y la luz y la sombras se alternaron de nuevo
y otra vez los pequeños jugaron con la nieve
y los besos volvieron a sellar juramentos.

Y a mi alma retornó la ilusión de encontrarte
aunque el momento ansiado esté fuera del tiempo.





EL ERROR DE ARQUÍMEDES




          La pequeña Masha, sumergida a media tarde en la bañera, con jabón y patitos de colores, desaloja una cantidad de agua por el suelo del cuarto de baño muy superior al volumen de su cuerpo pequeño.

Fernando León de Aranoa de su libro Aquí yacen dragones.
EL PRIMER MUNDO

            Llegamos a El Paso, Texas, de madrugada, después de múltiples escalas de avión y de comidas de plástico. Buscamos un lugar donde cenar algo y encontramos un pequeño local en donde apenas había clientes: algunos hombres en las mesas y cuatro o cinco mujeres diminutas y muy pintadas, todas mexicanas, en la barra. En el centro del establecimiento se alzaba una tarima bajo una iluminada esfera de pequeños cristales, que giraba sobre sí misma. Un camarero flaco y verdoso se acercó a nosotros. Nos miraba con desconfianza y a la petición de cenar nos contestó que solo podía servirnos bebida y quizá unos frutos secos. Consumimos resignadamente unos refrescos mientras una mujer delgada, de edad indefinida, se subía al estrado. Tenía una larga melena oscura y llevaba un sucinto top sobre unas mallas negras de látex, que marcaban los huesos de sus caderas y un trasero aplastado. El camarero manipuló una grabadora y la voz susurrante de Madonna comenzó a cantar Justify My Love. Los hombres de las mesas, hasta aquel momento bebedores concienzudos e indiferentes, se volvieron para mirar a la mujer que se contorsionaba al ritmo de las notas. La delgada estructura de su cuerpo se volvía ondulante y sinuosa como la de una serpiente, perdía ángulos y huecos y ofrecía la pelvis mientras se despojaba del top que arrojó a una de las mesas. Sus senos eran pequeños, con oscuros pezones, unos pechos impúberes. Los silenciosos espectadores rodearon la tarima, lanzando roncas exclamaciones. La bailarina, con una sonrisa crispada, empezó a despojarse de las mallas sin dejar de contonearse. Las agudas risitas de la chicas de la barra, pendientes también del espectáculo, llamaron mi atención y entonces me di cuenta. Eran niñas. Incluida la que bailaba, ninguna tendría más de doce años aunque ocultasen su puericia bajo el exagerado maquillaje y su escasa estatura con ayuda de unos altos tacones. Mis compañeros y yo abonamos nuestra consumición y huimos de aquel antro como si fuéramos los culpables del repulsivo espectáculo.
            Días después, alguien me contó que la policía estadounidense proporcionaba pases nocturnos a chiquillas mexicanas para que amenizaran las noches de aquellos degenerados. Por la mañana volvían a sus casas con unos pocos dólares, que permitían a su familia no morirse de hambre.
            Eran los años ochenta del siglo pasado y ésas las normas del primer mundo.


LO INADMISIBLE DEL MISTERIO





           Cuando Marie y Juan se conocieron ambos tenían catorce años. Eran primos hermanos, y él se enamoró de ella con todo el dramatismo de la adolescencia. Marie era menuda, con unos ojos almendrados y rasgos delicados que recordaban vagamente a una actriz que él adoraba: Audrey Hepburn. Además, ella venía de París, ciudad que en la década de los sesenta tenía para muchos españoles - no sólo para los jóvenes - el encanto de algo ansiado y desconocido: la libertad.
            
              Juan guardó secretamente una foto de su prima en un libro de poemas que leía a escondidas por la noche. Marie no tardó en echar en falta la foto y la madre de Juan, Dolores, dijo que se la había llevado Pepito, un vecino tímido y enfermizo que miraba a la francesita con ojos de cordero degollado. Ni corta ni perezosa, la madre de Juan acusó a Pepito del robo. De nada sirvieron las protestas de inocencia del susodicho ni de Valeria, su madre, pues todos estaban convencidos de que el culpable era el desmedrado adolescente del cuarto piso.

            Valeria, que practicaba el espiritismo y despertaba una malsana curiosidad entre el vecindario, se presentó un día en la casa de Dolores. "Callad, callad", susurró cuando le abrieron la puerta, "no digáis nada". Y con las manos extendidas, como si hubiera entrado en trance, se dirigió al dormitorio de Juan. Ante el asombro de todos, sacó el libro de poemas de debajo del colchón, lo abrió y agitó triunfante sobre su cabeza la foto de Marie. "Aquí está", exclamó, "Pepito no la había cogido". Nadie supo explicar el misterio y Juan calló su culpa. No podía revelar su amor imposible.

            Han pasado cuarenta años y aquella pasión adolescente no es más que un inocente recuerdo. En una animada fiesta familiar Juan cuenta entre risas el extraño suceso. Sigue sin poderse explicar cómo encontró la foto la vidente, pero desde luego Pepito no tuvo nada que ver porque fue él quien la robó. Hay un denso silencio. Todos parecen incómodos, se remueven, carraspean, rehuyen su mirada. A Juan le sorprende la reacción de los suyos. ¿Ha sido una confesión inoportuna? Y al fin, Dolores, anciana ya, salva el momento con una difícil sonrisa.

            -¿Alguien quiere postre? - exclama - Os he hecho un flan riquísimo.

         Y las risas y conversaciones se reanudan vehementes entre suspiros de alivio.  

              


EL METRO



Hay amores de diseño minúsculo,
inmersos en un simple parpadeo,
que apenas vislumbrados
se encierran en la caja del olvido.

Pero el olvido nunca es concluyente
y decides buscar por los andenes
el resplandor de una simple mirada
que por un titubeo se extravió
entre los bancos del metropolitano.

Y te preguntas de qué sirve el tropiezo,
en medio de un vagón abarrotado,
de esos ojos erráticos que aciertan
a hundirse en tus pupilas
por un segundo que parece eterno.

Y se aleja el destino por las vías,
negando desatento
la esperanza de futuros encuentros,
y se quedan flotando a lo largo del túnel
un aroma de acasos y quién sabe.

Es un destino torpe, chapucero,
el que a veces enciende la esperanza.
Un azar pluriempleado
que atiende a mini jobs sin completarlos
y que ha bajado al metro
para llegar más rápido al siguiente trabajo.





FISTERRA


            Corre el año 1997. Ha sido un viaje duro, iniciático. Nada más salir en Jaca, escucha por la radio del coche que ha muerto Lady Di. Ella nada tiene que ver con las monarquías y mucho menos con la británica, pero hay tantas similitudes, tan trágicas coincidencias con su propia experiencia que debe apagar la radio y ni siquiera enciende la televisión de los hoteles en los que pernocta porque la noticia del accidente lo ocupa todo.


            Ha decidido llegar hasta Finisterre. Para ella es el final del Camino de Santiago, el itinerario del sol hasta su ocaso. Seguramente lo que busca es entender por qué algunos seres que se inician en la vida tienen que terminar tan pronto. De forma tan dramática.

            
                 Cuando llega a Fisterra, se aloja en un hotel en el que el olor a col inunda la recepción, los salones, las escaleras. Qué más da, piensa, solo va estar una noche pues debe regresar a Madrid. Deja el equipaje en una habitación impersonal, algo triste, a juego con su estado de ánimo, y se dirige al faro: la parte más occidental del pueblo. Contempló una vez el atardecer desde allá arriba y no ha olvidado el espectáculo. Cuando el sol se hunde en el mar, tiñe el agua de rojo como si se desangrara al morir. Pero tampoco en esto tiene suerte porque las nubes han cubierto el cielo y la magnífica ceremonia no se produce.


            Vuelve, pues, al hotel y ahí sí le espera una caricia. Nada más entrar en la habitación, un aroma a rosas lo inunda todo. ¿Habrán echado ambientador para ocultar el olor a col? Es posible, pero cuando se despierta por la mañana el mismo perfume le da los buenos días, penetrante, amoroso.


            No es posible desayunar, quizá es demasiado temprano o las sábanas se les han pegado a los propietarios del hotel porque no encuentra un alma. Así que decide dar una vuelta por el muelle, al oriente del pueblo, donde los pescadores repasan sus redes. Se sienta en un poyete de piedra frente al mar. Hay un silencio solemne y, sobre el agua, nubes deshilachadas van tiñéndose de rosa, de salmón, de dorado. Borran con mimo los añiles y los índigos de la noche para anunciar la llegada del astro rey, 

            La mente está en calma, vacía, solo atenta a la magnífica visión de un amanecer que nunca será igual, que es el primero y el último. Y ella, la única espectadora del milagro. Un revoloteo violento y cercano la sorprende, pero sigue inmóvil. Ve de reojo a una gaviota que se posa a su lado, muy cerca, casi roza su cuerpo. Y durante unos minutos la mujer y el pájaro presencian con actitud reverente el espectáculo. ¡Qué digo, minutos! Es un presente imperecedero, la urdimbre con la que se teje la eternidad. 

               Cuando el sol se levanta triunfante sobre el mar, la gaviota emprende el vuelo y ella vuelve despacio a su hotel. 

                 Buscaba la muerte y ha presenciado el nacimiento.