SOLEDADES

A veces el amor es una soledad que comparte
con otro desamparo su baúl
en una gira por el norte de España.
Suben  los dos a trenes sin estaciones termini
y buscan el suicidio en unos besos de papel sin lengua,
atormentados.

Duermen en camas king size dos por dos
con edredones de cubitos de hielo.
Sus disputas ahuyentan a las golondrinas
y hay avisos de bomba por todo el edificio.
Me hundes con tu tristeza, dice la soledad desguarnecida.
A veces me merezco una sonrisa, reprocha el desamparo.

Luego, el silencio se sienta vestido de etiqueta
y preside una mesa, donde no hay comensales.
La arena del desierto alfombra los salones
y se rasgan las fotos
de un antiguo paseo por los puentes del Sena.

Tu soledad y la mía las hemos enganchado en el perchero.




(DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS")


      

       Se abrochó los pantalones vaqueros sobre las mallas, estremecido por el recuerdo. Sadhu... Los dos se habían apuntado a las clases de ballet del internado, al tiempo que exploraban sentimientos y emociones, exaltados por el secreto y la transgresión de toda norma. Descubrían el placer del amor y de la danza al ritmo de Chaikovski, sintiéndose diferentes y aun superiores al resto de sus compañeros. Los demás, obsesionados por el mundo femenino, tan ajeno al internado, buceaban en vulgares publicaciones y se enfrascaban en charlas groseras que no calmaban sus ansias ni su curiosidad. Sadhu y él se habían fabricado otro universo. Un mundo etéreo, presidido por la música, en el que hasta la lujuria tenía un halo de misticismo.


“Se venden hombres”, había voceado el anciano del sueño como una alusión directa a su vida, marcada por la frivolidad. En los escasos momentos de ocio, se había refugiado en sórdidas relaciones, despertando en camas prestadas y olvidando al momento los rostros y los nombres de sus propietarios. No había vuelto a conocer la pasión fuera del baile. La danza representaba para él una especie de huida, su posibilidad de redención. Tras ensayar durante horas al límite de sus fuerzas, con los músculos doloridos y los pies sangrantes, intentaba una última pirueta y de pronto el cansancio desaparecía; se sentía ligero, grácil, su cuerpo dejaba de estar compuesto de burda materia y sus átomos se transformaban en notas que brincaban por un imaginario pentagrama.

            Se subió bruscamente la cremallera de la cazadora y el fantasma del amigo se desvaneció. Cerró las maletas, ignoró la ropa esparcida por el cuarto - ya la recogería la camarera - y salió al pasillo. No quiso esperar al ascensor, bajó de dos en dos las escaleras y cruzó el vestíbulo deprisa hasta la calle haciendo un suave gesto negativo con la mano a dos jovencitas que intentaban conseguir un autógrafo. El día era gris, tan plomizo como aquel cielo de la campiña inglesa que presidiera la marcha de Sadhu. Tan lóbrego como el callejón de su sueño. La familia de su amigo, alarmada por las insinuaciones de compañeros y profesores, decidió sacarle del colegio. No podía entender su afición por el baile, y mucho menos otras aficiones en extremo reprobables. Los padres de Ahmed, en cambio, jamás se habían preocupado por su moral ni sus costumbres. Ajenos a su vida, se limitaban a mandar alguna carta desde lugares cada vez más distantes, sin olvidarse, eso sí, de que dispusiese de dinero sobrado para conseguir todos sus caprichos. Sadhu utilizó todas sus armas: amenazó, lloró, se humilló y sus súplicas se estrellaron contra la férrea determinación de sus progenitores. En aquel día funesto, bajo nubes cargadas de lluvia, aquel coche del cuerpo diplomático lo alejó de su lado para siempre. Y Ahmed permaneció allí durante horas, calado hasta los huesos, sin entender por qué la vida le arrancaba a su único amigo, por qué lo separaba de la única persona con quien podía compartir los temores y deseos de sus quince años.

              Aquel teatro de Girona estaba cerca del hotel. Le habría gustado dar una vuelta por la ciudad, que no conocía y que tendría que aplazar para más tarde. La marcha de una silenciosa manifestación de inmigrantes lo detuvo un momento en la acera. Eran magrebíes. Hombres y mujeres que portaban pancartas escritas en un torpe español, pidiendo papeles y ayudas con expresión de desesperanza. Fijaban los ojos en el suelo con la vergüenza de quien sabe que no le apoya ningún derecho, ni siquiera el de pedir un trabajo. Algunos eran muy jóvenes, pero todos ellos parecían al borde de sus fuerzas, agotados de llamar a puertas que jamás se abrían. Era un éxodo cada vez más numeroso de parias, de víctimas expulsadas de la vida, del mundo. “Se venden hombres”, había dicho el anciano. A aquéllos nadie quería comprarlos.
HUECOS



No me gustan los huecos.
Me inquietan y marean los vacíos sin fondo.
Son agujeros negros, esos que Stephen Hawking
ha dicho que no existen,
por más que continúen enterrando ilusiones.

No me gustan los huecos de sótanos oscuros.
Sepultan utopías
y cierran los caminos a cualquier esperanza.
Esas caras promesas que no encuentras en saldos,
que sólo las consigues
en las millas de oro de las grandes metrópolis.

No me gustan los huecos
ni las tristes bodegas de los barcos negreros,
desnudadas de cielo y hundidas en la nada,
que siguen transportando el hambre y la derrota
por mares enemigos de olas ensangrentadas.

No me gustan los huecos de los hombres impíos,
repletos de efectivo y vacíos de ética.
Ni me gustan tampoco los gobernantes hueros
que alzan muros de odio y los llaman fronteras.

No me gustan los huecos donde se esconden sueños,
esos que no hay valiente que se atreva a soñar.
Yo investigué una vez y sufrí mi castigo. 

¡Ten cuidado! ¡No bajes!
En huecos tan profundos se agazapa el desastre.






ALELUYA

Me encuentro una aleluya con cara de domingo,
transportando en sus labios historias infantiles,
aquel beso robado en la Estación de Atocha,
el sueño de una Inés con botas militares, 
tu voz, la llave del portal en mi bolsillo,
la niña repetida en sendos nacimientos
y tu inefable ausencia llenando los rincones.

Y la perplejidad nos amanece
y paraliza los arcos de las cejas.

¿Está todo tan cerca o ha venido a mi encuentro la alegría?
TE QUIERO MUCHO
(a mi madre)


Ábrete Sésamo, gritaron tus células
y salieron de ti nuevas vidas,
abriéndote en canal de parte a parte.
Y muy quedo dijiste te quiero mucho, hija,
y tu voz discurrió por las aguas del tiempo.
Suspendida.
Por siempre.
Como una confesión de amor
prohibida por pretéritos acuerdos,
un clamor por la paz
o el último estertor del moribundo.

Susurraste sin voz te quiero mucho
y fue el revoloteo de una falda de baile,
fue un pañuelo secando las lágrimas de un niño,
una flor de jazmín cegando los fusiles,
fue una gota de leche en mis labios lactantes,
un cordón que ligó la suerte de dos vidas.
La tuya con la mía.

Inseparables, madre.



OLVIDOS


          Se han llenado de olvidos mis armarios.

         No me acuerdo de los rostros que se borran como pisadas en la arena de la playa ni de las mentiras que suenan como orgasmos fingidos.

         No me acuerdo, pero mis labios me queman y tu rostro se dibuja en el embozo de la sábana.

       No me acuerdo, pero mis entrañas se dividen a veces en un alarido sin anestesia epidural.

         No me acuerdo, pero tú y yo hemos desaparecido de nuevo  al sobrevolar el Triángulo de las Bermudas.

           No me acuerdo de los besos en la fila de los mancos no viendo a Clark Gable en "Lo que el viento se llevó".

        No me acuerdo de gran cosa, así que deja de mostrarme ese antiguo contrato porque tampoco me acuerdo de cómo leerlo.

            Se han llenado de olvidos mis armarios.  

         Tengo que hacer limpieza y poner bolsitas de naftalina porque la polilla está hambrienta de recuerdos.

         
UNA HISTORIA REAL


             Mi abuela materna llevaba tres meses en silencio, fijos los ojos en el techo de la habitación, ausente de lo que la rodeaba y de sí misma. El día en el que decidió abandonar aquel cuerpo viejo y cansado floreció mi viejo tronco del Brasil. En lo alto de sus hojas nació un hermoso ramo de flores blancas, que durante muchos días esparció su perfume por la casa, desde el atardecer hasta la salida del sol, como si se hubiesen vertido litros de alguna esencia penetrante. La planta llevaba en casa más de veinte años y jamás había hecho semejante alarde, pero lo cierto - ahora lo tengo claro - es que su floración no era casual.

                Durante más de tres lustros el tronco volvió a comportarse como una discreta planta de interior. Yo lo regaba, le quitaba las hojas secas, le abonaba en primavera y hasta le cambiaba de tiesto y regalaba sus vástagos a los amigos, ya que se había convertido en un formidable árbol. Pero lo que no advertí es que encima de sus últimas hojas había aparecido de nuevo una vara de la que nacían unas pequeñas bolas. Mi anciana suegra llevaba meses refugiada en sí misma, sin comunicación alguna con los que la rodeaban. Y un día se fue, sencilla y silenciosamente como había vivido. Y entonces, la vara surgida del tronco del Brasil se abrió de nuevo. Esta vez sus flores eran más pequeñas y menos fragantes, pero allí estaban conmemorando con toda solemnidad la muerte de un ser querido.

                Aquel nuevo esfuerzo tuvo sus consecuencias en el árbol. Uno de sus tallos se secó, perdió hojas y él y yo luchamos juntos para que no pereciera. Por fortuna a los pocos meses recuperó su fuerza y primitivo verdor como si nada hubiera sucedido. Y de nuevo cayeron páginas del calendario, sumándose seis años más al reloj de la vida, hasta que mi padre, enfermo de Alzheimer desde hacía muchos años, decidió por fin abandonar un mundo en el que todo le era ajeno, ni siquiera era capaz de reconocer su propia imagen en el espejo. Mi viejo tronco acudió de nuevo a esta cita. Volvió a regalarme un hermoso ramo de flores blancas y perfumadas, que se abrieron el mismo día que mi progenitor cerró los ojos.

                Durante este tiempo me han abandonado otros seres queridos por edad, o por esa cita con la muerte a la que todos acudimos puntualmente. Mi querida planta sólo ha florecido cuando el que abandona este mundo llevaba ya un tiempo al otro lado del espejo. Quizá es el mensaje de que pertenecemos a todo lo que existe y sólo una pequeña parte de la Mente Universal se encierra en nuestro cerebro.  

                
LA LUNA

Siempre se declaró lunática ferviente.
La blanquinosa linterna del satélite
le mostraba el camino,
le borraba las huellas, la apariencia, los rasgos,
la emborronaba y confundía en sombras,
argentaba el fulgor de sus pupilas.

Escogió como faro a esa luna,
que sólo se sonroja
cuando el sol la rehúye,
que contempla impasible las batallas,
ya sean provocadas por el odio,
o por las empapadas carantoñas
ocultas en la umbría de los lechos adúlteros.

Y una noche de abril la vio en el cielo,
dominando el astral,
henchida y plena.
No hacían falta postes kilométricos
para saberla cerca y así, sin miedo,
trepó por el fulgor de su melena
y se bañó en su mar que dicen que es tranquilo.

Con la frecuencia de la luna nueva
conversa en morse desde algún lucero
para calmar la lobreguez de mi alma.
Después, noche tras noche, barre la penumbra
y exhibe el esplendor del reverbero.

Ha aprendido a recorrer arcoíris
y baila con auroras boreales,
y cuando ve que surge algún parhelio
se viste con la luz del triple sol
y luego, refulgente,
transmutada en la plata que la acoge,
entra por la ventana hasta mi cama.





(FRAGMENTO DE "CHAMA" DE "CUENTOS DEL OTRO LADO")

Chama, refugiada en su precaria vivienda, acostó a sus hijos y preparó la cena de Nakuk. Luego lió un fardo con comida y algunos enseres y lo escondió entre unos arbustos. Llenó un cuenco con agua y echó dentro el contenido de una bolsa que llevaba oculta entre los pechos. Eran unas hierbas y hongos que había recogido cuando oyeron hablar por primera vez de la llegada de los hombres blancos. Conocía bien las propiedades de aquella mezcla que les habría evitado a los suyos caer vivos en manos de los invasores. Ahora el veneno tendría un único destinatario. Agitó bien el cocimiento y lo puso ante el plato de Nakuk en el momento en que éste entraba en la gruta.
- No voy a comer nada - dijo él, dirigiéndose a donde dormían los niños.
Chama le miró muy seria. Luchaba por contener el temblor de sus manos y el corazón saltaba en su pecho tan violentamente que temía que Nakuk pudiese oír sus latidos. Lo veía inclinarse sobre Xacnite y por un momento le pareció que sus ojos estaban llenos de lágrimas.
-¿No tienes sed? - le preguntó Chama con una voz que le llegó de muy lejos. Ajena, desconocida.
Él se volvió. La mujer le ofrecía suplicante el cuenco y sintió compasión de aquella pobre madre desesperada. Tomó la escudilla que ella le tendía, reteniendo sus manos un instante, y luego bebió hasta la última gota del líquido. De pronto se llevó la mano al pecho, la miró y un gesto de asombro se dibujó en sus ojos desorbitados.
-¿Qué has...? - balbuceó Nakuk, pero no pudo terminar la frase. Retorciéndose en el suelo como un animal herido, lanzaba gemidos que subían gradualmente de intensidad.

Chama, pegada a la pared, lo contemplaba con horror. ¿Y si alguien le oía? ¿Y si descubrían su crimen, aún antes de que fuera consumado? Lo vio arrastrarse por el suelo. Intentaba aferrarse a ella, que se retiró al último rincón de la cueva. Sus manos arañaban la tierra y su rostro fue adquiriendo una palidez cadavérica. Abierta la boca, mostraba una lengua hinchada y ennegrecida. No logró alcanzarla. En un último estertor quedó enroscado sobre sí mismo, como si hubiera vuelto al mismísimo vientre materno. 

LOS SUEÑOS

Tienes la puerta abierta
al mundo inexplorado,
oculto en mis neuronas.
Adoptas el papel de amante o de enemigo,
de maestro o de alumno,
ignoto o consanguíneo personaje.

Distintos recorridos de la vida que toca
transitar esta vez.

Estás omnipresente, siempre ubicuo,
y agotas en el sueño expectativas.
Vives acurrucado al fondo de mi alma,
cual misterioso enigma,
y te escabulles cuando me desvelo.

Sólo te dejas ver cuando cierro los ojos,
si no, me das la espalda.

Yo sé que existen límites.
Que nos cercan mil muros
reales o inventados,
que nos aíslan fronteras y nos vuelven autistas,
o agrietan nuestra piel con dagas afiladas
.

Pero nos queda el reino de los sueños,
esa circunscripción de lo disparatado
y necesario.
Y ahí siempre te encuentro.
Recojo la enseñanza de congojas antiguas
y busco el equilibrio que borra todo karma. 
DE "LA CONJURA DE LOS SABIOS"


      Cuando Julia abrió los ojos, el sol iluminaba generosamente la habitación del hotel. Se incorporó en la cama. Daniel dormía a su lado, apenas cubierta su desnudez con un extremo de la colcha. Se levantó con cuidado para no despertarlo y se envolvió con la primera ropa que encontró, presa de un incontenible pudor. Refugiada en el baño, sentada en el borde de la bañera, se preguntó aturdida qué había pasado. Según su reloj eran las doce y media. Habían pasado dos horas desde que llegaran y sólo podía recordar el acto amoroso más increíble que realizara en su vida. Luego se había hundido en un profundo sopor o tal vez se había desmayado. ¿Cómo podía saberlo? Devuelta bruscamente a la vigilia, a las rígidas coordenadas de lo cotidiano, todo lo ocurrido le parecía una locura. No sabía cómo enfrentarse a aquel hombre que seguía siendo un perfecto desconocido a pesar de lo ocurrido entre ellos. 
      Se duchó y se vistió de nuevo, intentando elaborar frases coherentes para el encuentro que se avecinaba. Pero se sentía ridícula en su afán por normalizar la situación. Aquel encuentro no había sido producto de la lujuria ni del deseo. Ni siquiera estaba segura de que aquel hombre le gustase. Un impulso irrefrenable la había lanzado en los brazos de un extraño que seguramente estaba casado y del que era lo más aconsejable despedirse cuanto antes. Haciendo acopio de todo su aplomo, entró en la habitación. Daniel se había despertado y la esperaba, completamente vestido ya, de pie en medio del cuarto. A juzgar por su difícil sonrisa, se sentía tan desconcertado como ella.
-No sé qué decir - murmuró con pueril sinceridad.
Julia suspiró e intentó poner un poco de orden en la habitación. Pero enseguida se dio por vencida. Se sentó en la cama y lo miró francamente a los ojos.
-¿Qué ha pasado? - su voz revelaba estupor - No soy ninguna niña, pero nunca en mi vida me había ocurrido algo semejante.
Daniel se sentó a su lado. Acarició sus cabellos, húmedos aún por la reciente ducha, con una profunda ternura.
          -¿Quién eres? - preguntó, pero continuó hablando antes de que ella contestase -   No me refiero a tu actividad profesional ni a tu estado civil. Las circunstancias que rodeen tu vida son irrelevantes. Hace más de un año que no me acerco a ninguna mujer. No creí que volviera a interesarme por ninguna. Y de pronto hoy... 

MIRADAS



Como en una matrioska disgregada
mi rostro se propaga en versiones idénticas
al romperse el espejo en que me miro.

Contingencias posibles, paralelas,
que no van a encontrarse en este mundo
y descubren caminos infinitos
al ser que me conforma.

Me han convertido miles de pupilas
en un caleidoscopio incomprensible.
Desde ojos que me ven como alarmante bruja
a otros en polo opuesto como hada bienhechora.

Yo no me reconozco.
No me veo.
No sé quién soy si no me mira nadie
ni en ningún vidrio me veo reflejada.

Es posible que toda mi existencia
descanse en la mirada de los otros.










(De "Los autorretratos". CUENTOS DEL OTRO LADO)



          En la otra estancia no había más que una pareja de mediana edad, enfrascada en la contemplación de los autorretratos, que ni siquiera se volvió para mirarla. Ella se acercó trémula. Ahora el pintor la observaba con decenas de ojos, todos ellos inmóviles y torturados. Van Gogh con sombrero de campesino, Van Gogh con su pelo anaranjado y crespo, Van Gogh con su oreja vendada, Van Gogh suplicando ayuda al espectador para acabar con su insoportable soledad. La Mujer se sintió invadida por un mórbido sentimiento de amor que estremeció todas las fibras de su ser. Sus ojos estaban anegados en lágrimas y le pareció que la sala entera se había iluminado como resultado de algún efecto mágico. Ella estaba dentro de aquellos autorretratos, podía ver su propio rostro en las líneas concéntricas que rodeaban la imagen del pintor, podía adivinarse en el interior de las lúcidas pupilas del artista. Era cada uno de los astros de “La Noche Estrellada”, cada uno de los brillantes “Girasoles” que aquí y allá atraían las miradas, cada una de las vidrieras de “La Iglesia de Auvers”. Hasta el doctor Gachet palpitaba en su interior, sintiéndose unida a él en una gozosa compasión. Ya no precisaba explicaciones porque todo estaba allí: El gozo y la desesperación, la soledad y la unión, la realidad y la ficción, la vida y la muerte. Todo era lo mismo. Y el saber que pertenecía a un plan tan ingente, a la mente genial del auténtico Van Gogh, hacía vibrar cada una de las pinceladas que componían su figura. Qué importaba que el verdadero autor se le escondiera; sus innumerables rostros estaban ante ella y sus expresiones se habían dulcificado. En todas ellas había una amorosa invitación. Se sintió flotar sobre la sala y sobre aquellos dos espectadores, que aunque no hubieran advertido siquiera su presencia, también la pertenecían, también formaban parte de la magna pintura.

   Se tendió junto a los aldeanos en “La siesta” y revoloteó jubilosa entre los fanales del “Café de noche”. Luego, dulcemente, temblando de dicha, se fundió con las espirales que rodeaban los autorretratos de Van Gogh. Mientras se desvanecía sintió un enervante desfallecimiento...