EL PENSAMIENTO ÚNICO



El pensamiento único se despertó una noche
con ansia de diálogo.
Caminó por mil calles solitarias de su ciudad en ruinas,
pero no encontró a nadie.
En rasgados cendales de ventanas
tejían sus mensajes las arañas,
y el viejo campanario
seguía convocando a las cruzadas.

El pensamiento único cruzó el muro de piedra,
levantado a lo largo de los siglos,
y se encontró a un poeta trashumante.
Lo esquivó. Tuvo miedo del veneno letal
que escondía en su pecho:
un depósito ingente
de anhelos y quimeras desbocadas.

Tampoco quiso hablar
con un par de inventores de prodigios,
que son esos que enredan con ideas
los caminos que tienen las metas prefijadas.
¿Y qué decir, amigos, de ese loco,
que se obceca en luchar por la justicia?
A ese fingió no verle
y pasó disfrazado con peluca
y con toga de honesto magistrado.

Después de dar mil vueltas,
optó por regresar al resguardado hogar
que le albergaba.
Nadie puede negar que lo intenté,
rezongaba enojada nuestra exclusiva idea,
imposible el diálogo con los que se han negado
a debatir conmigo,
es gente contumaz, de pensamiento único.

Y volvió a platicar consigo mismo.

  


CON ESA INGRATITUD

Con esa ingratitud de los párvulos años
les gritaba:
“¡Yo a nadie le pedí venir al mundo!
Y ellos, maniatados por pactos de secretos ajenos,
destilaban silencios y miradas furtivas.

Fueron los suyos días de las mil prohibiciones,
días de cantilenas de misas y beatas.
Amar era pecado,
y el odio hacia el hermano era virtud bizarra
en el nombre de Dios y de la Patria.
Con el yugo y las flechas,
asfixia y amenaza de la idea,  
se marcaban los nombres de los pueblos
y el luto de las muertes silenciadas
velaba las pupilas.

Pero ella era muy joven y a salvo de la muerte,
sus únicas batallas eran contra las normas
que aprisionan pasiones, que encierran los deseos
y que impiden rasgar el fin del horizonte.

Era tanto su peso de amargura que tenía que huir
para salvarse,
volar hacia las nubes sin descanso
hasta quemar sus alas.
¿Me habéis dado la vida? ¡Vaya cosa!
¡No es regalo, es veneno!
Así gritaba quien era la invención
de la noche de un dios enamorado.

Los años han cubierto con silencios de nieve
quejas y rebeldía.
Ya sabe que vivir es la mayor ofrenda
y, aunque tarde, 
quiere escribir su gratitud ardiente
encima de las olas que les sirven de lápida.






  



RELATO INCLUIDO EN "CUENTOS DEL OTRO LADO"


EL DEMIURGO
Se despidieron como dos viejos amigos. Joseba caminó hasta el huerto. Las torcaces arrullaban a aquella hora de la mañana, pero él no las oía. Tampoco hacía el menor esfuerzo en retener las lágrimas. Cayó de rodillas ante el viejo roble. Repetía el nombre de Amaya una y otra vez en una última plegaria. Frente a él, la maleza del atajo se erguía oscura y amenazante y en aquel momento le pareció consoladora, como el umbral del olvido eterno. Secó sus lágrimas, se levantó lentamente y caminó hacia la entrada del camino. Y aquel universo cerrado, aquella madre absorbente, lo acogió al fin en su seno. Esta vez sin retorno.”

Daniel dio un suspiro de alivio. Pulsó “guardar” y cerró el archivo de más de trescientas páginas que acababa de terminar. Nada parecido al anterior, un relato de intriga en la España visigoda del que había vendido un millón de ejemplares, había sido traducido a cinco idiomas y había escrito en apenas tres meses. Claro que aquel libro y el éxito que lo había rodeado parecían cosa de otra vida. Marta estaba a su lado. Lo había acompañado durante su elaboración y a lo largo de los viajes de promoción, incansable, como una ayuda inestimable. En cambio aquella novela oscura, a la que acababa de dar fin y que se sentía incapaz de catalogar, tan sólo había sido un fármaco para la angustiosa espera. Sentado frente al ordenador casi dos años, siempre solo, sin apenas dormir ni comer, se había engolfado en una historia que ahora (lo sentía casi físicamente) lo había vaciado por dentro. Joseba, el personaje que había creado, era un ser sufriente que ahogaba su dolor en un mar de alcohol. Un mar que desbordara los frágiles diques de la cordura devolviéndole a su pasado, donde todo era angustia y sombras.
El editor había acosado a Daniel durante las últimas semanas reclamándole el original y se dispuso a llamarlo mientras se preguntaba a qué venía aquella sensación de decaimiento, de haber cumplido con un penoso deber. Le embargaba el absurdo temor de que no volvería a escribir. La frase “esta vez sin retorno” quizá se refería a sí mismo y a su trabajo. Aquella obra le había costado más que cualquier otra, aunque llevara más de veinte novelas publicadas. En ocasiones se había sentado frente al ordenador y no había sido capaz de escribir más que un par de frases, otras había desarrollado reflexiones que nada tenían que ver con la historia y se había visto obligado a retomar de nuevo el relato en el punto en que lo abandonara días atrás. Pero por fin estaba concluido. Olvidaría a Joseba y su torturada existencia e intentaría enderezar la suya, aparcada durante tantos meses por una absoluta incapacidad para reconducirla.
Le gustaba el final de la novela: El encuentro de Joseba con su padre joven, aún antes de concebirlo, el perdón de sí mismo y de sus fantasmas y su entrada en aquel atajo que lo vomitara al pasado y al que volvía para desvanecerse. Había empezado a escribir sin conocer el final (algo que no solía hacer) y según se desarrollaba la novela el propio Joseba pareció tomar vida dirigiéndose voluntariamente a la muerte. Estaba claro que había un montón de finales posibles pero, ¿quién era él para contravenir los deseos de nadie? Este último pensamiento con su dosis de ironía le hizo sonreír. Joseba no existía. Forzoso era reconocer que formaba parte de sí mismo. Igual que su deseo de morir.
Casi le sobresaltó, a través del teléfono, la voz entusiasmada del editor:
-¡Enhorabuena! Pensé que jamás terminarías ese libro. Tiene que estar a la venta para la Feria. Vamos con el tiempo justo. Te mandaré las galeradas la semana que viene – y después de un silencio - ¿Estás bien? Te veo poco animado.
-Al contrario – hizo un esfuerzo por parecer alegre – Tomaré otra vez contacto con el mundo. Me he convertido  en un ermitaño.
La frase “tomaré contacto con el mundo”, le produjo una sensación casi física de vértigo. ¿Cómo se tomaba contacto con un mundo del que había huido por la imposibilidad absoluta de relacionarse con los que le rodeaban? Sus amigos lo habían abandonado incapaces de comprender su voluntario aislamiento y su única familia era Marta. ¿Con quién se relaciona aquél que no se siente vinculado a nadie? Su universo de fantasía, a pesar de su oscuridad, se le antojaba más transitable que el real.
Un golpe seco, seguido de un breve fogonazo, le sobresaltó. ¿El estallido de una bombilla? Había venido de la puerta de entrada. Aquella puerta de entrada de la que llevaba pendiente dos años y a la que únicamente llamaba algún vendedor que había burlado la vigilancia del portero. Se despidió precipitadamente del empresario enredado en una complicada crítica sobre el último libro de Santiago Lorente, joven promesa literaria y en realidad un competidor más en las listas de ventas, que (lo consideraba una fortuna) habían dejado de inquietarle. Colgó el auricular tras un vago “te llamaré” y se dirigió al vestíbulo. Lo que vio allí le hizo agarrarse a la pared. En el recibidor, un hombre de aspecto miserable lo miraba con aire temeroso y desorientado. Tenía la barba crecida de varios días y el aspecto de un campesino. Vestía unos deformados pantalones de pana, una camisa sucia y arrugada y unas botas viejas y embarradas. Una gorra parda, descolorida por el sol, tapaba su calva incipiente. Mantenía las manos escondidas dentro de las mangas y Daniel imaginaba sus puños crispados por la confusión y el miedo. No era difícil reconocer al personaje que él mismo había creado. Porque aquellos ojos vidriosos de borrachín y la apariencia acabada de toda su persona eran los de Joseba. No cabía la menor duda.
-¿Dónde estoy? – rompió el silencio su creación con voz lastimera.
“¡Dónde estoy!” Jamás habría puesto en boca de uno de sus personajes una pregunta tan previsible y trillada como aquélla. Él también podría preguntar: “¿Qué haces aquí?” Pero ésa sería una pregunta sin sentido, porque los personajes de ficción no visitan a sus autores. Eso no ocurre.
-Soy Daniel García Ferrer – reconocía en su interior estar tan sorprendido como su personaje, pero se esforzó en que su voz sonase firme – Me dedico a escribir libros y ésta es mi casa. Y si no me equivoco tú eres Joseba, el protagonista de la novela que acabo de terminar.
La explicación sólo consiguió acentuar el asombro del recién llegado que le miraba, abierta la boca, con una expresión de imbecilidad. Parecía haber perdido la capacidad de hablar.
-Llevo dos años inventando tu vida – hizo una pausa y esbozó una sonrisa para ocultar su inquietud – Pero lo que no había previsto era tu visita.
El otro miró a su alrededor como un animal acorralado. Sin duda buscaba un hueco por donde escapar. Daniel sabía que su casa no se parecía en nada a las viviendas que Joseba conocía. El recién llegado no podría reconocer aquellos muebles de diseño en nada parecidos a los trastos de madera del pueblo. No había visto en su vida alfombras ni cuadros y no entendería por qué las paredes estaban cubiertas de libros, objetos difíciles de obtener en el mundo que él había transitado. Daniel había situado su historia en una aldea perdida del País Vasco a mediados de los años treinta del siglo pasado. Junto al miserable villorrio, un camino semioculto por arbustos y matorrales conectaba directamente con la muerte. Porque ninguno de los que allí entrara había vuelto a aparecer. Tácitamente, daban todos un rodeo de varios kilómetros hasta el pueblo vecino antes de internarse en la maldita senda de la que nadie quería hablar.
Unos meses antes de comenzar la guerra civil española, Joseba se había casado con Amaya, una encantadora criatura, adorada por él desde la infancia. Después los acontecimientos se habían precipitado. Para esconderse de los bombardeos muchos de los vecinos se habían visto obligados a esconderse en el siniestro sendero, misteriosamente a salvo de las explosiones. Él mismo había empujado a Amaya hasta allí. Ninguno había vuelto. Y ni siquiera existía el consuelo de recuperar los cadáveres porque en el atajo cualquier rastro de vida se desvanecía. Pero Amaya era lo único que Joseba tenía en el mundo y en su desesperación la había seguido. Deambuló durante días enteros por un universo lóbrego y solitario, y él sí había conseguido volver al pueblo. Sin embargo su vuelta había sido también un retorno al pasado, a cuarenta años atrás, donde había encontrado a su padre adolescente. Un padre que aún no lo conocía y que en su conversación le había parecido un rapaz sin muchas luces, con el que no tenía nada en común. Después de despedirse del muchacho, que un par de lustros después le concebiría, Joseba había vuelto al atajo confiando en desvanecerse para siempre como los demás.

¿Qué ha pasado? Creía que el atajo llevaba directamente a la muerte, pero es un laberinto que pasea por el pasado y el futuro a su antojo y ahora me manda al palacio de un ricachón loco que sabe mi nombre. ¿Me esperaba? ¿Y dónde está Amaya? Yo la seguí al atajo y al no encontrarla volví a casa. Allí me di de bruces con un rapaz de apenas quince años, preocupado por sus ovejas y por el baile del domingo en el que iba a ver a Maite, la chica más guapa que había conocido y que años más tarde sería mi madre. En el chico reconocí a mi padre. ¡Qué desvarío! Pero no hay duda. Me habló de mis abuelos: Cándida y Erasmo Aguirre. Y de la huerta familiar, en la que años más tarde nos deslomaríamos mi tío Asier y yo. Era un chaval lleno de granos que mordisqueaba sus dedos con nerviosismo hasta hacerse heridas. “¿Dónde está la gente que entra en el atajo?”, le pregunté. El otro dejó sus dedos en paz un momento y me miró con cara de no entender nada. “¿Qué atajo?”, preguntó a su vez. Y yo eché una mirada al fondo del valle donde se encontraba el camino y vi que estaba cerrado por unos riscos. Esa senda del infierno sólo había existido en mi vida.

Joseba dio media vuelta e intentó precipitadamente abrir la puerta que conducía al exterior, pero Daniel se lo impidió. Tenía acceso a sus pensamientos como si la mente de Joseba fuese la suya propia y comprendía su espanto. Sería difícil hacerle entender. Lo arrastró hasta su despacho y lo situó ante el ordenador. 
-Espera, ahora no puedes irte – dijo – Este encuentro debe de tener algún sentido.
Daniel volvió a abrir el archivo de su novela. Buscó uno de los últimos capítulos e hizo sentar con cierta brusquedad a su personaje frente a la pantalla. En su confusión, Joseba ni siquiera se resistió.
-Lee – ordenó, pero no le dio opción porque él mismo repasó en alta voz unos párrafos – “Era un chaval lleno de granos que mordisqueaba sus dedos con nerviosismo hasta hacerse heridas. ¿Dónde está la gente que entra en el atajo?, le pregunté. El otro dejó sus dedos en paz un momento y me miró con cara de no entender nada” – hizo una pausa - ¿Quieres que siga?
Joseba miraba la pantalla con los ojos muy abiertos y a Daniel le sorprendió el vago sentimiento de ternura que le inspiraba su personaje. Hasta aquel momento no había sentido afecto alguno por él. Lo había utilizado como terapia de su propia angustia. Y comprendía que los avatares que había inventado sobre su existencia no eran más que un remedo de lo que él mismo había vivido. Pasó un brazo por los hombros de Joseba y pudo sentir la rigidez que provocaba su caricia en un movimiento brusco del otro, que sin embargo no se apartó. Seguía mirando la pantalla del ordenador, aquellas frases, con una expresión hechizada.

Me conoce. Este hombre sabe quien soy y puede leer mis pensamientos como si estuviera dentro de mi mollera. Si tuviera valor, le preguntaría por qué estoy aquí. Pero parece que él tampoco lo sabe, porque se ha asombrado al verme. Dice que soy un personaje creado por él. ¿Acaso es Dios? No, más bien es el Diablo, porque aunque esto no sea el infierno que yo imaginaba ese cacharro donde tiene escrita mi vida parece obra del Maligno. Da con los dedos en unos botones, aparecen unas letras como las del periódico y ahí se pueden leer momentos de mi vida. Todo. Ahí está todo escrito. Hasta aquella noche en el huerto de Sebas donde desnudé a Amaya y ella me dejó hacer aunque el cura no nos hubiera echado las bendiciones todavía. Ahí pone que la luna era enorme y rosada y nos espiaba curiosa por entre las ramas de los árboles. Yo no hubiera sabido decirlo con esas palabras, pero fue así. ¡Fue así!   

-Sí, lo sé todo – contestó Daniel a las cavilaciones de Joseba – Pero no soy Dios ni tampoco el Diablo. Y es verdad que no sé por qué te has hecho real ante mí. No comprendo cómo un personaje sin entidad puede materializarse. La novela está terminada. Tu vida está terminada.
Joseba le miró con un gesto de espanto y las lágrimas asomaron a sus ojos. No entendía la palabra “entidad”, pero aquel hombre le hacía sentir como algo insignificante. Daniel arrimó una silla, sentándose junto a él.
-Seguramente no tengo ningún derecho de hablarte así. Es una crueldad, además – tragó saliva. Se le aferraba la angustia al estómago – Hace dos años, al levantarme por la mañana, mi mujer había desaparecido. Su camisón estaba tirado en el baño, pero no se había llevado dinero ni efectos personales. Al principio pensé que habría bajado a comprar algo o a hacer algún recado, pero las horas pasaron y no volvió. La busqué por todas partes, ¿sabes? Sin resultado. Y aunque denuncié el hecho, tampoco la policía pudo dar con ella. Se había evaporado. Como Amaya en el atajo. Igual que ella.

No, como Amaya, no. Su mujer lo abandonó porque está loco. Amaya, en cambio, era un ser dulce que me quería. Nos queríamos. Y fui yo quien la empujé al atajo en donde, a bien seguro, encontró la muerte. Además, ¿qué puede importarme lo que le haya pasado a este hombre? ¿Por qué me cuenta su vida? ¿Y por qué es capaz de leer mis pensamientos?
Daniel asintió tristemente. Quizá aquel personaje de ficción tenía razón. Se levantó con brusquedad para coger una botella de bourbon y un vaso del mueble bar y los puso ante Joseba.
-Toma. Te mereces un trago. Yo soy abstemio y te hice alcohólico. Supongo que en homenaje a mi padre – lanzó una amarga risita – Aguanté sus borracheras y sus palizas hasta que me fui de casa a los dieciséis años. Tú has tenido más suerte. Él murió en la calle como un mendigo.
¿Tenía sentido confesarse con un ser imaginario? Joseba le miraba como si tuviese que habérselas con una pesadilla, pero cogió la botella y se echó al coleto un largo trago sin molestarse en utilizar el vaso. El líquido aquel no se parecía en nada al vino peleón de la taberna del Agosti.
-Crees que te he fabricado una vida miserable – siguió Daniel – Pero aunque tu tío Asier te moliera a palos no imaginas lo que es la vida de un adolescente en la calle. A los dieciocho años entré en la cárcel. Y cuando el tedio y algunos indeseables compañeros estaban a punto de acabar con la poca autoestima que me quedaba, conocí a Marta. Era una actriz que había formado un grupo entre los presos para ayudarles en su reinserción.

Este hombre sabe mucho y dice palabras que yo no he oído nunca. ¿Reinserción? Quizá sea cierto que él me ha creado y que yo sólo estaba en su cabeza. Si es así, Dios no existe. Todo lo que nos contaba el padre Sabino era mentira.

Daniel lanzó un suspiro. Iba a ser difícil hacerse entender por Joseba que, encerrado en un terco mutismo, no parecía dispuesto a mantener el más mínimo diálogo con él.
-No sé si Dios existe o sólo es el deseo más ferviente de la humanidad – dijo Daniel – Pero los deseos se hacen realidad. Todo lo que ocupa nuestra mente puede ser real. Y la prueba es tu presencia aquí – ignoró la mirada furiosa de Joseba y continuó hablando como para sí mismo – La cárcel es horrible. La soledad, la rutina, la falta de expectativas despojan de sentido a la vida. Pero un día llegó Marta y todo cambió.

Cuando Amaya apareció terminaba el verano. Durante todo el día el tío Asier y yo habíamos apilado en la era las pacas de heno. Luego, el tío se tumbó a la sombra del roble y se quedó dormido después de echarse al coleto casi una botella de vino. Yo me lavé un poco en el pilón y fui caminando a la ermita. Me hubiera gustado traspasar los límites del pueblo y seguir andando hasta llegar a la ciudad. Pero me faltaba valor. Muchos jóvenes abandonaban la aldea apenas pasaba la primera infancia, y en cambio yo aceptaba sin rechistar la orden del tío de que debía quedarme allí para ayudarlo. Decía que aquel huerto sería mi futuro. Al llegar a la fuente, la vi. Inclinada sobre la pileta, llenaba de agua unos cántaros. El aire despeinaba sus rizos rubios y pegaba la falda a sus muslos. Debió de sentir mis pasos sobre la grava del camino porque se volvió a mirar. Entonces sonrió. Y el sol, que casi estaba oculto ya tras el Aitxuri, brilló otra vez con fuerza.

-Marta se parece mucho a Amaya – siguió hablando Daniel, inmerso en sus recuerdos como Joseba – Los rizos claros, la mirada profunda y limpia, los hoyuelos, las largas piernas. Sí, también al verme sonrió. Y supe que ya nada sería igual. Me había apuntado a aquel grupo de teatro sin una razón clara. Quizá me empujó el hastío de caminar en solitario por el patio, de escuchar las burlas de los compañeros sobre mi persona, de trasegar la bazofia que nos daban para comer. Era tal mi angustia, que a veces envidiaba la suerte de algún valiente que había utilizado las sábanas del catre para colgarse de una viga en su celda.

Supe que ya nada sería igual. “¿Eres del pueblo?”, me preguntó Amaya. Y cuando le contesté que sí y cómo me llamaba, me explicó que venía a vivir con su tío Sabino, el cura. Que había estudiado para maestra y que esperaba sustituir en la escuela a don Venancio, que era ya muy viejo. Me sorprendió que hubiese estudiado y que quisiese trabajar. Las mujeres no están hechas para eso. Pero sus ojos oscuros, tan grandes, tenían una mirada limpia que encandilaba. Sonreía continuamente y no parecía avergonzada por mi presencia, ni se escondía tras los remilgos de las otras chiquitas del pueblo.

-Marta es desenvuelta, casi descarada. Cuando imaginé a Amaya quise elaborar su alter ego. Sé que el personaje puede resultar extraño. Sobrina de un cura en los años treinta, en un lugar apartado del país vasco… Sí, habría debido ser una joven mucho más convencional.  Pero yo necesitaba a Marta. Necesitaba hablar de ella, recrear los momentos que habíamos vivido juntos. La primera vez que la besé fue en la cárcel. Aproveché el descanso de uno de aquellos ensayos. Habíamos improvisado un escenario sobre una tarima con unos cuantos paneles colocados en vertical. Tras ellos teníamos los trajes y el atrezzo utilizados en la función y nos servían para las entradas y salidas de los personajes. Arrastré a Marta detrás de uno de aquellos tablones y la besé furiosamente sin que ella se resistiera. Muy al contrario, me desabrochó la camisa febrilmente, hechizada por la misma pasión que a mí me dominaba. Los presos volvían del descanso y nosotros explorábamos nuestros cuerpos, ajenos a todo. Oíamos sus voces, sí, sus carcajadas extemporáneas sin que fuéramos capaces de separarnos. El peligro de ser descubiertos intensificaba nuestro arrebato. Ella fue quien puso algo de cordura en la situación. Me rechazó suavemente, se arregló las ropas y el pelo, salió al escenario e intentó dirigirse a los reclusos con naturalidad. Pero su voz temblaba, sonaba extrañamente vacilante y todos lo notaron. El Chapas, un tío rudo y malencarado, dijo a gritos: “¡Sal de ahí, bujarrón! ¿Qué? ¿Te has tirao a la profe?

Yo no sabía qué quería decir bujarrón. Me lo aclaró el Sebas, que se lo había preguntado a su padre. El tío Asier solía llamarme marica, pero aquello de bujarrón no me lo había dicho nunca. Si creía que me gustaban los hombres debió de sorprenderle mucho encontrarnos a Amaya y a mí en el huerto de Sebas. No le oímos llegar. Seguramente nuestros resoplidos taparon sus pasos. Todavía siento los correazos del cinto del tío en mi trasero desnudo. Apenas tres meses después nos casaron.

-Apenas tres meses después de aquello me dieron la condicional y Marta me acogió en su casa porque en realidad yo no tenía adónde ir. Por aquel entonces mi padre mendigaba por los semáforos y dormía cubierto por cartones en la calle, en una permanente melopea. Pero yo no lo había vuelto a ver desde hacía más de tres años y no se me pasaba por la cabeza el volver con él. Moriría unos meses más tarde arrollado por un camión. Durante el curso de mi condena, (un año  interminable) había escrito algún relato, que había guardado celosamente para que los otros reclusos no se riesen aún más de mí. Eran cuentos tristes que hablaban de infancias rotas y de adolescentes sin futuro. Supongo que un escritor siempre habla de sí mismo. Aquellas historias recreaban mi propia niñez y adolescencia, una especie de auto-psicoanálisis que pretendía restañar mis heridas. Marta los leyó y al parecer le gustaron, a pesar de mi torpeza y de sus múltiples faltas de ortografía. Yo estaba a punto de cumplir los veinte años y se empeñó en que terminase el bachillerato y me matriculase en Filosofía y Letras.  
Daniel hizo una pausa para mirar a Joseba que, apoyado en la mesa, ocultaba la cara entre las manos. Sin duda le escuchaba aunque no entendiera bien lo que le estaba contando. De vez en cuando bebía de la botella de bourbon, enfrascado en sus pensamientos.   

Amaya me enseñó a leer. El tío Asier no me había mandado a la escuela. De todas formas no habría podido hacerlo; había tanto qué hacer en la granja... Desde muy pequeño aprendí a ocuparme de los animales, del huerto y de la cocina. El tío decía que lo que uno gasta en comida y vestido debe ganárselo con el trabajo. Aunque comer, yo comía bien poco y mi calzado y mi ropa siempre andaban hechos jirones. Cuando mis padres murieron en aquel accidente de tren, Asier, que era hermano de mi madre y soltero, tuvo que hacerse cargo de mí. “La obligación de cuidar a un chaval de seis años me destrozó la vida”, era una frase que repetía a quien quisiera oírle. Pero en realidad no recuerdo que jamás me cuidase. Cuando tuve el sarampión, estuve días enteros metido en la cama, temblando por la fiebre, y él no salió de la taberna más que para dormir. Sobreviví gracias a las vecinas que me traían comida de vez en cuando, lamentándose por mi abandono. Por eso fue algo mágico que Amaya me ayudara a entender lo que decían los letreros del Ayuntamiento o el boletín semanal de la parroquia. Pero también otros libros que me prestaba: vidas de santos, y  unas novelas de amor que había traído de la ciudad y que guardaba bajo la cama para que su tío, el cura, no las encontrase. Don Sabino decía que era pecado leerlas. “Pero sólo venial”, agregaba Amaya con los ojos brillantes y esa sonrisa traviesa que enamoraba.

-Marta me enseñó todo lo que sé. Vigiló mis estudios, corrigió mis primeros y desmañados escritos e incluso depuró mis modales para presentarme en los círculos literarios. Había abandonado su carrera de actriz y se convirtió en mi agente sin una queja, sin que yo se lo pidiese. Decía que pulir un diamante en bruto era más apasionante que los escenarios. Aunque para ser exactos ella tenía ya más de treinta años y no había hecho más que pequeños papeles en producciones sin importancia – Daniel hizo un gesto de disgusto y corrigió sus propias palabras – No. No soy justo con ella. Marta es el ser más generoso que he conocido y sin su ayuda yo no sería quien soy. Cada día a su lado tenía un sabor de aventura. ¡Qué paradoja el tiempo! Los veinte años que pasamos juntos se escurrieron entre mis dedos como la arena de la playa. Es tan fácil acostumbrarse a ser feliz. 
Joseba levantó la cara y miró a Daniel con los ojos húmedos. Pero ya no eran lágrimas de tristeza sino de ira. Y la indignación ponía unas chapetas rojas en sus mejillas. Su voz sonó ronca y su dicción algo borrosa, sin duda dificultada por los tragos de bourbon:
-Veinte años… Yo sólo tuve seis meses de felicidad. No entiendo lo que ha pasado. Quizá tengo que creerte y soy un invento tuyo. Pero entonces eres un ser malvado. ¿Por qué me inventaste una vida mísera? La muerte de mis padres, las tundas del tío Asier, la guerra… ¿Y por qué hiciste aparecer a Amaya en aquel pueblo perdido? No sólo es fácil acostumbrarse a ser feliz, uno se acostumbra a todo. Al mendrugo de pan en el desayuno, al dolor del cuerpo al terminar la jornada, a ese frío que se mete en los huesos en Noviembre y no se va hasta Mayo, al hambre, al miedo. Yo creía que mi vida era la única posible. Vivía tranquilo sin conocer otra cosa. ¿Cómo hubiera podido soñar con una mujer como Amaya? – y tras una pausa exclamó entre dientes - ¡Seis meses! ¡Fuiste avaro conmigo! ¿Y para qué inventar ese atajo maldito? ¿No había ya suficiente calvario?
Hubo un silencio y Joseba echó otro trago sin esperar respuesta. Luego se levantó y fue hacia la ventana. Los altos edificios de la ciudad y el tráfico incesante de los automóviles se extendían hasta donde llegaba la vista. Ni rastro de huertas, de hayedos ni de trigales. Y por supuesto ni señal de un atajo que sólo existía en la imaginación de aquel escritor.
-No sé dónde estoy – temblaba la voz de Joseba – Jamás vi una ciudad como esta. Entré en el atajo en busca de la muerte y ahí acabó tu novela. Ahora puedes rematarme. Acaba ya conmigo. No sé qué hago aquí. No conozco este mundo en el que Amaya no existe. Me has dejado sin nada. Cuando nuestra mula se rompió una pata, el tío Asier acabó con ella de un disparo. “¿De qué sirve una bestia tullida?”, dijo. Yo también soy un tullido. De nada sirvo y nadie me echará de menos
Se había vuelto hacia Daniel y esperaba su respuesta con los brazos caídos a lo largo del cuerpo. 
-No puedo acabar contigo – contestó abatido Daniel – Es imposible eliminar a alguien que no es real. Dices que no sabes lo que está pasando. Yo tampoco lo sé. Elaboré una historia, unos personajes, ¿entiendes? Una especie de monólogo conmigo mismo sin mayores consecuencias. O al menos eso creía yo. El relato tenía un principio y un fin como todo lo que conocemos. Y aunque eliminase ese archivo – y aclaró – esas letras que ves en la pantalla, seguirías existiendo porque estás en mi mente.
Hubo un largo silencio, Estaba anocheciendo y la figura de Joseba era ya una sombra borrosa en la penumbra. Daniel le daba la espalda. Se había sentado de nuevo ante el ordenador y contemplaba el aparato con expresión de angustia. La voz de su personaje le sobresaltó. Tenía un tono sorprendentemente lúcido y parecía tranquilo:
-Entonces eres tú quien debe morir. Yo desapareceré sólo si tú dejas de existir. Esa es la única manera de eliminar los recuerdos y la ausencia de Amaya, ¿verdad?
En un súbito arranque se abalanzó sobre la espalda de Daniel, le aferró del cuello y apretó con fuerza. No sintió nada. Sus manos se evaporaron como el humo en la carne del otro y Joseba se apartó dando un grito como si hubiera recibido una descarga.
-Creo que aún no lo has entendido – la voz de Daniel reflejaba ahora un gran cansancio – Nunca podrás matarme. Tú no existes. O si existes por un capricho de mi mente, estás hecho de la materia de los sueños. Ésa es la frase de un gran escritor, ¿sabes? Un creador, un genio. No como yo. Yo sólo soy un demiurgo chapucero, que ni siquiera sé cómo enfrentarme a mi criatura. 
Un ruido chirriante, como de goznes mal engrasados, hizo que Daniel se volviera. Era Joseba que sollozaba sin lágrimas, hecho un ovillo en el suelo. El escritor se sintió inundado por la piedad. Lo cogió por los hombros, lo hizo levantar y lo abrazó como a un niño. El otro se dejaba hacer y poco a poco sus gemidos se fueron calmando. El salón ya sólo estaba iluminado por las luces de neón de los altos edificios. Los dos hombres caminaron muy juntos hacia el pasillo; el brazo de Daniel sobre los hombros de Joseba que por primera vez parecía tranquilo y confiado. Ante ellos apareció un oscuro hueco. “¿Es el atajo?”, preguntó el campesino. “Sí”, dijo el escritor, “no tengas miedo, porque esta vez voy contigo”. Y la matriz ávida del último viaje los acogió en su seno.
FIN

Marta pone la palabra FIN en el centro de la pantalla, aparta sus rizos claros – permanentemente alborotados – de la cara y enciende un cigarrillo. Es la primera vez que ella misma se sitúa como personaje en uno de sus relatos. Se ha enamorado sinceramente de su protagonista, a pesar de las dudas, de la fragilidad y del pueril convencimiento de Daniel de haber creado a Joseba. Crear es hacer algo de la nada y la novela que Daniel ha escrito es la combinación de miles de historias, de circunstancias ya conocidas, de sentimientos ya experimentados. Daniel y Joseba son un mismo hombre. Pero, ¿no es la humanidad – pasada, presente y futura – un ser idéntico, enfrentado a distintos acontecimientos? ¿No encierran todos, hombres y mujeres, las mismas preguntas, los mismos miedos, las mismas emociones?
Marta enciende la impresora y selecciona el archivo. La máquina comienza a escupir páginas disciplinadamente.
Era necesario que Daniel se enfrentase a sí mismo, aunque a ella le haya costado abandonarle. Ha elegido desaparecer con su criatura. Quizá se ha dado cuenta de que tampoco él tiene entidad propia, pero no de que pertenece a otra mente, de que su historia estará para siempre en la memoria de Marta. Fue bonito soñarle, disfrutar de su insaciable curiosidad, de sus constantes preguntas de niño: “por qué, por qué, por qué”. Fue hermoso amarlo y sentirse amada por él.
Marta apaga el ordenador y ordena las hojas. Las acaricia.
-¿Cómo pensaste que te iba abandonar, amor mío? – susurra con ternura.
Y con una sonrisa se abisma en el relato recién escrito:

EL DEMIURGO
Nunca pensó que unos ojos de mujer pudieran dar aquel vuelco en su vida. Pero al entrar en el salón de actos de la cárcel, Marta lo miró y desde aquel momento lo convirtió en su esclavo.
A pesar de su juventud, Daniel había capeado temporales…